En el principio fue la radicalización. Un día entró en España un frente que llevaba tiempo asolando Europa, una extraña ciclogénesis que no afecta a las nubes sino a los cerebros, y muchos españoles se despertaron súbitamente ultras. Y todos corrieron a una plaza madrileña a reconocerse como hermanos y a fundirse en una masa berroqueña y ceñuda. Como en todo fenómeno paranormal, hay una foto que daría fe de ello.

Es una buena historia, sobre todo para los intereses de quienes ocupan el Poder Ejecutivo en nuestro país. Pero es una historia falsa, y resulta preocupante que tantos la estén dando por buena. El panorama de bloques y mensajes de estas elecciones tiene algo de zeitgeist, sí; pero sobre todo remite a una serie muy concreta de episodios y responsabilidades. Por ejemplo, la decisión de Sánchez de no convocar elecciones tras la moción de censura y gobernar con el apoyo de los separatistas; esos que ocho meses antes habían intentado tumbar la Constitución desde las instituciones. Pueden preguntar en Andalucía si esto influyó en el ánimo de algún votante. Pueden continuar sus preguntas con el bochorno de Tezanos, o con el brindis de Idoia Mendia con Otegi. O con el momento en que Sánchez aceptó una figura indistinguible de la de un mediador en sus negociaciones con los separatistas. Porque aquello era contra lo que se protestaba en aquel acto de Colón, y no que Sánchez fuera demasiado feminista, o social, o cualquiera de las etiquetas que le gusta ponerse a este Gobierno. Es más: el propio Sánchez vino a reconocer la legitimidad de la protesta al cancelar la iniciativa del relator. El diagnóstico de este momento debería, en definitiva, explicar la cadena de decisiones que aglutinaron en contra del PSOE agendas políticas muy distintas, y especialmente la de un posible aliado por el centro. Su estrategia, sin embargo, pasa por imitar a los nacionalistas: también ellos se presentan como solución para los conflictos que ellos mismos generan.

El caso es que una historia tan improbable como la de la radicalización espontánea solo cala si hay gente predispuesta a aceptarla. He ahí la gran intuición de Sánchez: se puede conseguir mucho haciendo pasar el tribalismo de partido por dignidad democrática. No solo ante el simpatizante sociológico, sino también ante un segmento de la clase opinadora. Ese que parece haberse aburrido de su cometido clásico… [seguir leyendo en El Mundo.]