Uno de mis pequeños placeres durante los años que viví en Reino Unido consistía en corregir a los británicos cuando decían algo acerca de Europa. Porque, como se habrá dado cuenta quien haya pasado algún tiempo en aquellas islas, los británicos hablan de Europa como un lugar lejano, foráneo, exógeno.

Esto no aparece tanto en el discurso oficial como en los pequeños deslices del habla cotidiana. Es habitual oír decir a los británicos cosas como «la comida europea es mucho mejor que la nuestra», «los equipos europeos no pueden competir con los de la Premier», o sobre todo frases relacionadas con desplazamientos: «Esta Semana Santa vamos a pasarla en Europa», «tengo que ir a Europa por el curro», «estamos pensando en comprarnos una casa en Europa». Todo lo cual abre un flanco fértil para la parodia: no resultaba difícil avergonzar al que hablaba de unas vacaciones en Europa preguntándole si es que pensaba embarcar en Nairobi; o al que iba a Europa por razones de trabajo preguntarle si es que en estos momentos curraba en el sudeste asiático, lo cual convertiría su presencia diaria en los pubs de Camden en una proeza.

Cuando ellos respondían que bueno, que es que ellos eran una isla y por lo tanto era legítimo que se considerasen como un ente aparte de Europa, les respondía que no, que si acaso Islandia tiene derecho a sentirse así, que Gran Bretaña no es más que una península de Europa occidental con el istmo algo encharcado y un túnel que pasa por debajo; que vayan a Dover a saludar con la mano a los franceses de Calais y se darán cuenta de lo que digo. Cuando ellos salían con que no era sólo una cuestión geográfica sino también política, y citaban su numantino curriculum contra invasiones continentales desde Napoleón hasta Hitler, no costaba sacarles el pequeño asunto de Guillermo el Conquistador y el hecho de que, tras su invasión en 1066, toda la realeza y toda la aristocracia de Inglaterra habían sido de origen normando, más predispuesta a hablar en francés que en inglés. ¿Qué hace si no Ricardo Corazón de León enterrado en el valle del Loira?

Por supuesto, aquellas conversaciones nunca conducían a ninguna parte puesto que no tenían que ver con cuestiones racionales sino con supuraciones identitarias, el acantilado contra el que se estrella -bien lo sabemos en España- cualquier debate racional.

[Seguir leyendo.]