Cada nación tiene sus fantasmas, y suele enmarcar cada nuevo escándalo o crisis en alguna de esas obsesiones recurrentes. En el caso estadounidense se trata del fantasma del racismo, en el británico se trataría del clasismo, y en el caso español cada escándalo se toma como un referéndum acerca de nuestra normalidad (o no) como país. Una normalidad que, a lo largo de las últimas décadas, se ha vuelto muy específica: normalidad sería un funcionamiento de las instituciones moderno, propio de una democracia avanzada o madura.
El caso de la Infanta ha encajado en esta dinámica. [Seguir leyendo.]