Publicado en El Mundo el 26 de julio de 2022:  https://www.elmundo.es/opinion/columnistas/2022/07/26/62de67bce4d4d8c63b8b45cd.html

En 1940, el poeta británico Dylan Thomas fue testigo de los primeros bombardeos alemanes sobre Londres. Así los describió en una carta a un amigo: «Las baterías de Hyde Park estaban detonando. Había cañones en la azotea de Selfridges. Un avión fue derribado sobre Tottenham Court Road. Pero también había pálidos taxis que recorrían las calles, y autobuses que seguían con sus rutas, e incluso gente en la barbería». A Thomas le fascinaba esta yuxtaposición de horror y cotidianidad, el que se pudiera continuar con la rutina -el trayecto en bus, la cita con el barbero- mientras se combatía al enemigo o se moría bajo las bombas.

Me acuerdo de la carta de Thomas cuando me doy cuenta de que llevo dos, tres, cuatro días sin pensar en la invasión de Ucrania. No es que la olvide, exactamente. No podría incluso si quisiera: cada día hay nuevas noticias que dan fe de la crueldad del Kremlin, o nuevas declaraciones de alguno de sus tontos útiles. Pero es algo que cada vez tengo menos presente, como si se hubiera desvanecido la angustia de las primeras semanas. Al principio de la invasión, por ejemplo, pensaba en los soldados ucranianos cuando jugaba con mi hija. Pensaba en cuánto darían ellos por poder hacer lo mismo con los hijos que habían dejado atrás; o veía en mi hija el rostro de tantos niños que crecerán sin su padre, muerto en una guerra criminal y absurda. Ahora los pensamientos sobre la guerra se van volviendo más abstractos: cuánto durará el apoyo occidental a Ucrania, qué consecuencias tendrá una crisis de alimentos en el norte de África. Mientras, el día a día regresa a su habitual ensimismamiento. Ya lo vimos en Siria: nuestras vidas pueden perfectamente seguir adelante mientras los rusos matan a hombres que podríamos ser nosotros, mientras bombardean hospitales donde podrían estar nuestros padres, mientras violan a niñas que podrían ser nuestras hijas. Ya lo vimos, pero, sobre todo, ya lo vio Putin.

En su carta de 1940, Dylan Thomas describió una pesadilla que se había vuelto recurrente desde el principio de la guerra: «Un batallón con uniformes grises, caras grises y brazaletes negros entra una mañana por la calle de algún pueblo, sin emitir sonido alguno. Se escuchan las pisadas, claro, pero no gritan, no disparan, no resuena el paso de la oca. Solo hay silencio». Me pregunto si este es el destino de Ucrania: que algún día entre un batallón en el último pueblo libre, envuelto en el silencio de nuestra indiferencia.