Uno de los aspectos más llamativos de la política británica contemporánea es su alto grado de audacia. En contra del secular estereotipo de los británicos como individuos cautelosos y conservadores, a lo largo de las últimas décadas sus representantes políticos han dimitido, convocado elecciones y organizado referéndums con una alegría que demuestra la visión escasamente funcionarial que tienen de su labor política.
En esto, como en tantos otros aspectos de la cultura política, nos enfrentamos al poder del precedente: el referéndum sobre la cambio del sistema electoral de 2011 sirvió de precedente ‘normalizador’ para el referéndum escocés de 2014 y el referéndum del Brexit en 2016; las dimisiones de Thatcher y Blair fueron el precedente inmediato de la de David Cameron; y las snap elections (elecciones anticipadas) convocadas por primeros ministros como H. H. Asquith, Anthony Eden, Harold Wilson o Edward Heath, al igual que el constante runrún de elecciones anticipadas que rodeó los gobiernos de John Major y Gordon Brown, han allanado el camino para la noticia de hoy.
Efectivamente, el nuevo episodio de esta historia es el anuncio de Theresa May de convocar elecciones para el 8 de junio. En realidad, la audacia resulta perfectamente comprensible: May puede ganar mucho en unas nuevas elecciones. En primer lugar, puede cimentar su legitimidad, habiendo accedido al cargo como resultado de unas primarias en el partido conservador tras la renuncia de Cameron, y no como resultado de unas elecciones generales. El sambenito de ser un gobierno que no se ha visto refrendado por las urnas ha sido un flanco fértil para sus contrincantes a lo largo de los últimos meses.
El momento también es propicio para buscar esa nueva legitimidad. El principal partido de la oposición -el partido laborista- sigue hundido en las encuestas, con un liderazgo que ni ha logrado reconectar con su antigua base electoral ni ha conseguido atraer a nuevos grupos de votantes. Jeremy Corbyn y sus aliados siguen mostrándose incapaces de extender a sectores más amplios de la población el furor que provoca entre la militancia, y negándose a soltar el liderazgo de un partido que ejemplifica casi mejor que cualquier otro la crisis de la socialdemocracia en Europa.
Los otros partidos de la oposición, por su parte, se ven constreñidos ya por su éxito pasado -difícilmente podrán mejorar los nacionalistas escoceses sus resultados de 2015- ya por sus recientes fracasos -los liberal-demócratas aún están reconstruyéndose tras la debacle de las últimas elecciones-.
May también juega con la baza del chantaje. La primera ministra ha presentado estas elecciones como un nuevo referéndum acerca del Brexit: yo soy la única que quiere sacarnos de la Unión Europea, mientras que los otros partidos solo quieren paralizar ese proceso y, así, debilitar a nuestro país. May adopta así el discurso triunfalista del nacionalismo antieuropeo: el pueblo británico habría votado a favor de salir de la Unión Europea, los políticos tendrían el deber irrenunciable de implementar su decisión, y quienes cuestionen el proceso se convierten automáticamente en enemigos del pueblo y de la democracia.
Todo esto viene acompañado del hecho de que Reino Unido ya ha notificado formalmente a la Unión Europea su salida en un plazo máximo de dos años; un proceso que, al menos en teoría, no puede tener vuelta atrás. El chantaje al que está sometiendo May a los votantes y a la oposición es, por tanto, el siguiente: o yo (el Brexit, la democracia) o los demás (el caos institucional, la negación de la voluntad del pueblo). [Seguir leyendo en Libertad Digital.]