Hace un año me crucé con Pedro Sánchez.

Fue en la misma calle Ferraz, a un par de manzanas de la sede del PSOE. Él caminaba con gesto bienhumorado y con las manos en los bolsillos, escuchando lo que le decía su acompañante. Yo, por mi parte, me acababa de incorporar a la universidad en la que él había dado clase durante algunos años. Y entre el sol de media tarde y la asociación de ideas de pronto me pareció verlo repartiendo hojas de asistencia, encaramándose a una silla para encender el proyector del aula, pidiendo a los de las últimas filas que guardaran silencio. Una imagen que me resultó mucho más coherente con el tipo que acababa de pasar de largo que la de un tiburón de la política listo para dirigir los destinos de cuarenta y pico millones de personas.

Quizá sea el recuerdo de aquella tarde lo que me ha impedido, a lo largo de la tragicomedia de los últimos días, ver en Sánchez ni al héroe romántico que pintan algunos ni al villano avieso que ven otros. Más bien me parece una víctima de su partido. No en el sentido que dan a esta palabra los del #YoEstoyConPedro; sino más bien una víctima de las contradicciones del PSOE, de los objetivos mutuamente excluyentes que persigue esa organización, de las ambigüedades y los vicios internos que se han ido sembrando durante décadas.

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