Vox tiene una relación peculiar con la Historia. La decisión de comenzar su campaña electoral con un acto en Covadonga confirma la querencia historizante de ese partido. No se trata de algo novedoso: el reciente viaje de Pedro Sánchez a Collioure recordó la facilidad con que los políticos recurren a los lugares de memoria -como los denominó Pierre Nora-. Sin embargo, hay algo cualitativamente distinto en la actitud de Vox. Se suele explicar su apelación a una serie de símbolos -por ejemplo, los vinculados a la Reconquista- como el resultado de una herencia intelectual, una forma de ver la historia de España que se identifica habitualmente con la obra de Menéndez Pelayo. Pero nos encontramos ante algo más moderno. Porque Vox no parece concebir la Historia como un texto sino como un videojuego. El acto de Covadonga, el vídeo de Abascal a caballo o su foto con un morrión recuerdan menos a Historia de los heterodoxos que a un Call of Duty: Pelayo Edition. La Historia no interesa como una fuente de conocimiento, sino como una manera de encarnarse temporalmente en un avatar que corre, salta y da mandobles sin consecuencia alguna. No se trata de explicar la Reconquista sino de jugar a habitarla.

Vox no ha inventado el ejercicio de buscar en el pasado la épica que se echa de menos en el presente. Desde Walter Scott hasta Ken Follett, estamos ante un rasgo clásico de la modernidad industrial. Pero sí es nuevo en nuestra democracia que un partido dé forma política a ese impulso, sobre todo, cuando esa forma se acerca más al cosplay que a la prescripción de libros y artículos. Son gestos que pueden resultar atractivos para cierto tipo de votante, pero hay que dejar claros los términos. Esto no va de conocer el pasado sino de transformarlo en un juego, quitándole todo lo que no quepa en el mando de una PlayStation. Es decir, desnaturalizándolo. Porque el pasado, el de verdad, está más poblado por analfabetos que mueren de septicemia que por valerosos guerreros a caballo. Y, sobre todo, está lleno de personas cuya mentalidad era tan distinta de la nuestra que nos costaría sostener con ellos una conversación. No se debe juzgar el pasado con los ojos del presente, pero sí se debe cuestionar a quienes, siendo hijos del presente, desnaturalizan el pasado para romantizarlo. [Seguir leyendo en El Mundo.]