Para Marie Laure, que llora por los niños
Tenía doce años la primera vez que escuché el nombre del juez Baltasar Garzón.
Aquel verano mis padres me habían enviado a un campamento cerca de Santander. No era la primera vez que pasaba el mes de julio en un sitio así, ni la primera vez que me enviaban a uno que quedaba lejos de Madrid. Pero aquella vez, cuando mi padre desplegó un gran mapa de España sobre la mesa de mi cuarto y me enseñó el recodo norteño en el que estaba emplazado mi futuro campamento, sentí una ráfaga de angustia. Aún ahora puedo recordar aquella reacción, la doble sorpresa de su novedad y su nitidez. El desplome de mi estómago mientras el dedo índice de mi padre dibujaba un círculo. Quizá era que empezaba a entender los mapas, a comprender que aquellas manchas verdes y marrones tenían un correlato inconmensurable, imposible de derrotar con mis Adidas grises.
La angustia debió de dibujárseme en la cara, puesto que la mañana de mi marcha mi padre se mostró más sonriente y hablador de lo que en él era habitual. Mientras cruzábamos el tráfico ligero de la Castellana me fue explicando la suerte que tenía de pasar unas semanas cerca del mar. Que en Madrid todo eran piscinas en las que no acababas de dar la segunda brazada y ya te chocabas contra el muro del fondo. Y el cloro, y la gente, y el agua muerta. El mar, en cambio, era la libertad absoluta, la posibilidad de ir hacia donde uno quisiera, el zambullirse en la savia pulsante del planeta; y encima en España teníamos la fortuna de tener mar por todas partes, así que si él estuviera en mi lugar se encontraría muy ilusionado ante la oportunidad de tenerlo más cerca. Y lo cierto es que la arenga funcionó: pasé las seis horas de autobús imaginándome flotando de espaldas sobre el agua de mar, dejándome subir y bajar en las olas, salado, ligero.
Aquella noche, mientras caía la última luz sobre la explanada central del campamento, fuimos asignados a cabinas de diez chicos cada una. Dos literas a cada lado y una atravesada al fondo; las maletas pulcramente organizadas por nuestras madres pronto se entregaron a la entropía. Y en esos los parajes empezamos a establecer un ecosistema brusco y líquido, una semiótica tan consistente como la espuma de afeitar. A medida que cada cual asentaba sus límites, sus fuerzas, sus debilidades, a medida que se gestaban las jerarquías entre cachorros, las caras cambiaban de valor en cuestión de segundos. El proceso de aprenderse los nombres de los compañeros resultaba un caleidoscopio de hallazgos y suposiciones. Un gesto, una frase podían cambiar drásticamente la pigmentación con la que aparecías representado en los iris de los demás.
Supongo que fue aquel barullo social lo que me impidió durante los dos o tres primeros días aprender el nombre de un chico de piel cobriza y labios hinchados que había cogido una litera cercana a la mía. Se había presentado como Komi, o Kome, o Koke, pero yo había estado distraído quedándome con los nombres importantes (los de los monitores, los de las chicas que se habían atrevido a hablar con nosotros, y los de aquellos chicos que habían emprendido las oposiciones a caudillaje). Koke o Kako no había entrado en ninguna de aquellas categorías, sino en la de chico invisible, habitante de aquella zona gris entre la inclusión pasiva y la exclusión salvaje. Tenía un par de rasgos que lo distinguían, como su bronceado extremo, su fisonomía inefablemente distinta (Manu, que era mi compañero de litera y un fuerte candidato a líder, me susurró que parecía gitano) y una espalda rendida, como descompuesta. Pero ninguno de estos factores apestaba lo suficiente a debilidad como para convertirlo en un firme candidato a la marginación, al menos no a la explícita. Más bien Kolo o Kole parecía otro de tantos chicos intranscendentes, para bien y para mal; alguien con el que podría meterse uno de los líderes del grupo cuando necesitara flexionar su músculo social, alguien a quien no le llegarían las invitaciones de ir a la cabaña de las chicas, o de ir a los matorrales a fumar un cigarro entre varios, a menos que estuviera cerca y supusiera más trabajo excluirlo que decirle que venga, vente tú también.
No era el destino social soñado por nadie, sobre todo en esa edad en la que todos buscábamos algún referendo acerca de quiénes éramos y quiénes podíamos llegar a ser. Y yo lo había sentido por él, pero no lo suficientemente como para hacer algo al respecto. La vida en aquellas cabañas se parecía a las partidas de ajedrez que echaba con mi padre: aunque yo conocía las reglas básicoas, sabía que mi contrincante tenía acceso a un mundo superior de cálculos que se podría manifestar súbitamente, con un desplazamiento letal. Lo único que podía hacer era centrarme en mis piezas y jugar a la defensiva.
Sin embargo, en aquella ocasión el golpe inesperado fue precisamente un vuelco en la fortuna social de Keme o Kole. Recuerdo que aquella tarde todos los de nuestra cabina estábamos sentados en el merendero al aire libre, comiendo los bocatas de Nocilla que repartían los monitores a las cinco. Era un día nublado y de bochorno, quizás el cuarto de nuestra estancia allí, y la conversación se había fragmentado entre los que estábamos a la mesa. Recuerdo haber estado hablando con Manu mientras del otro lado de la mesa un chico llamado Héctor intentaba sumarse a la conversación sin gran fortuna. Era un chaval inocentón que parecía quedarse desconcertado en cuanto la conversación aceleraba un poco; y sus ojos, aumentados por unas gafas de montura roja, parecían pedir que nos detuviésemos para poder alcanzarnos. Aquella tarde, lo inoportuno de sus comentarios, su falta absoluta de sintonía con las complicidades de Manu y mías, me hizo pensar que, por lo menos, él y Komo o Komi se tenían el uno al otro.
Fue entonces cuando Johnny, otro de los que se habían perfilado como candidatos a líder durante aquellos primeros días, exclamó:
– ¡¿Que tu padre es Baltasar Garzón?!
Todos callamos y nos volvimos hacia donde estaba Johnny. Yo me encontraba en el mismo lado de la mesa que él, pero en el extremo opuesto y con tres chavales mediando entre nosotros, así que no podía verle la cara. La que sí veía era la que él tenía enfrente, y yo en diagonal, que era la de Kolo o Komo. Sonreía nervioso, como un vaso de cristal que vibrara tras golpearlo con los dedos.
– Tíos – dijo Johnny, inclinándose hacia adelante y hablando al resto de la mesa. – Que dice éste que su padre es Baltasar Garzón.
– ¿El juez Baltasar Garzón? –preguntó Manu.
– ¡Sí!
El grupo estalló en preguntas. Yo no sabía quién era el tal Garzón, no sabía ni que los jueces pudieran ser famosos, pero era evidente que los demás estaban mejor informados que yo. No sólo eso, sino que parecían pensar bien de aquel juez; se veía en las cejas levantadas y en el bullicio cálido que iba dirigiéndose hacia Loko o Loke. Así que emití un prudente “¡hala!” y esperé a que la situación diera un nuevo paso.
Pronto el aludido irguió la espalda y se volvió a hacer el silencio.
– Yo me parezco a mi madre, que no es española –dijo. -Pero dicen que tengo los mismos ojos que él.
Acto seguido se cubrió media cara con la mano, dejando al descubierto sólo la frente y los ojos, y nos miró uno a uno. Y uno a uno examinamos aquellos ojos pequeños y oscuros, aquella media cara que de pronto se cargaba de significado.
Cortó el silencio la voz de Johnny:
– ¡Coño, sí que se parece!
– Komi, tío –añadió Manu, sonriente, -tu viejo es un crack.
Komi; ya nunca confundiría u olvidaría aquel nombre. Como tampoco olvidaría lo que dijo a continuación:
– Sí. Yo de mayor quiero ser como él.
[Continuará.]