A veces se produce un curioso desfase en cuanto a lo que los ciudadanos de un país creen que importa a los de otro. Hace un par de años, al hilo de alguna declaración de Margallo acerca de Gibraltar, pregunté a varios amigos británicos si les preocupaba el futuro del Peñón. Todos me vinieron a decir que no habían dedicado una sola hora de sus vidas a pensar en Gibraltar. Luego, tras una pausa, uno de ellos añadió: «¿Eso no fue hace trescientos años? ¿No es hora de que vayáis pasando página (get over it)?».

He recordado esta anécdota durante los últimos días de la campaña electoral británica, a medida que se iba haciendo patente que las predicciones que muchos hicimos al comienzo de la misma habían estado equivocadas. Dijimos que estas serían las «elecciones del Brexit«, que el resultado del referéndum sobre la salida de la Unión Europea estaba produciendo una reconfiguración de la vida política británica, y que esta se haría evidente la mañana del 9 de junio.

Frente al antiguo eje derecha-izquierda, muchos pensamos que el nuevo eje sería nacionalismo aislacionista-internacionalismo, y que esto dinamitaría las viejas lealtades partidistas basadas en clase o región. Supusimos que el antiguo voto del UKIP (cuatro millones arañados, en gran medida, al partido laborista) iría a los conservadores de Theresa May, mientras que el voto europeísta iría a los liberal-demócratas, los únicos que planteaban la necesidad de un segundo referéndum. Los laboristas, esclavos de un discurso esquizofrénico que ni reivindicaba la salida de la UE ni se oponía a ella, se quedarían en tierra de nadie y se irían deshilachando por ambos extremos.

Asumimos, en fin, que los británicos seguían obsesionados con el Brexit del mismo modo que los habitantes del continente seguimos estándolo. Pero las elecciones han demostrado que no es así. La composición del nuevo Parlamento que conocemos esta mañana muestra que la decisión de salir de la Unión Europea ya ha sido asumida por una inmensa mayoría de británicos. Los resultados son sorprendentes, pero no deberían serlo: son representativos de la distribución ideológica del país, y también muestran continuidad con las elecciones de 2010 y 2015, en las que los conservadores vencieron a los laboristas pero sin obtener grandes mayorías. Cameron consiguió 306 diputados en 2010 y 330 en 2015; May ha obtenido ahora 315. Por su parte, los laboristas sacaron 258 escaños con Gordon Brown, 232 con Ed Miliband y ahora 261 con Jeremy Corbyn. Las viejas lealtades se han mantenido hasta el punto de que Reino Unido es hoy tan bipartidista como lo era hace siete años.

El error de May y la oportunidad de Corbyn

El error de Theresa May ha sido ese: no comprender que sus conciudadanos ya estaban listos para pasar página del Brexit y hablar de ideología, de políticas concretas, de un futuro más tangible que el que se encuentra al otro lado de las negociaciones con Bruselas. Quizá esta habilidad para pasar página con rapidez sea un rasgo de aquel país: recordemos que, en 1945, dos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los británicos votaron en contra de Winston Churchill y a favor de un partido laborista que prometía «ganar la paz» (Churchill perdió nada menos que 189 escaños en aquellas elecciones).

O quizá sea sencillamente que el oportunismo y las falsedades de Theresa May han resultado demasiado evidentes. [Seguir leyendo en Libertad Digital.]