¿Habría sido tan robusta la condena al simulacro de desarme de ETA si Patria, la novela de Fernando Aramburu, no llevase ya ocho meses en las librerías, en las mesillas de noche, en las charlas de sobremesa? Que podamos formular siquiera esa pregunta da fe de la dimensión que ha adquirido y que sigue adquiriendo esta obra. Parecería que un tercio de la España lectora ya la ha terminado, que otro tercio tiene conocimiento de ella pero ha decidido no leerla -bien porque le da repelús el hype o porque tiene miedo de un contagio constitucionalista-, y que el último tercio se la ha llevado consigo esta Semana Santa.

Por lo que a mí respecta, Patria supone una lectura intensa e imposible. Por un lado, cualquier amante de los libros debería alegrarse de que una novela logre tanta repercusión social, sobre todo si no ha tenido que recurrir a las poluciones softcore de Cincuenta sombras de Grey. Y cualquier persona mínimamente concienciada de lo que ha sido el terrorismo debería aplaudir que una obra de una nitidez moral tan irreprochable vaya camino de convertirse en la obra canónica sobre el ecosistema etarra y el sufrimiento de las víctimas.

Pero por otro lado, uno no se quita de encima la conciencia de que la repercusión de Patria se ha debido, en parte, a una fuerte campaña de promoción, y a un contexto hambriento de contestaciones a la ofensiva blanqueadora de los aplaudidores de Otegi. Además, sobre su lectura sobrevuela la duda de si nos parece tan irreprochable porque refuerza un relato que -al menos algunos- ya dábamos por bueno. Esto se puede rebatir, pero la duda me parece legítima y no veo beneficio en pretender que uno no la ha sentido.

Lo mismo sucede cuando evaluamos Patria como obra literaria y no solamente como un vehículo para un determinado relato acerca de la barbarie etarra. [Seguir leyendo en El Español.]