En las últimas semanas, y a medida que se acercaba la toma de posesión de Donald Trump, se ha ido apuntalando el aura de Barack Obama como “un grande que se nos ha ido”. Es fácil distinguir, tanto en los actos de despedida del expresidente como en los artículos que evalúan su legado, una madrugadora añoranza por su estilo, sus políticas, su manera de ejercer el liderazgo.

Obama se estaría convirtiendo, así, en un objeto de deseo melancólico, una suerte de Ricardo Corazón de León del siglo XXI: el Rey Ausente cuyo regreso se implora y cuya figura sirve de punto de comparación para todos sus sucesores. El problema es que, como ocurre en el caso del monarca inglés –quien solo pasó seis meses de sus once años de reinado en Inglaterra, tratando a sus súbditos como una mera fuente de financiación para sus campañas militares-, esta carga afectiva esconde algunos de los aspectos más oscuros de su figura. [Seguir leyendo.]