Artículo publicado en La Lectura el 30 de diciembre de 2022.

Resignémonos: es difícil imaginar un 2023 que no esté completamente atravesado por la política. O, más que por la política, por la cruda competencia electoral. Esto aportará mucha materia prima a la industria del análisis de actualidad; entre las cohortes de expertos, polemistas y escrutadores de encuestas por un lado, y los políticos formados en el arte de ‘colocar los mensajes’ por el otro, los productores de programas de ‘infotainment’no tendrán dificultades para llenar las escaletas. Pero es dudoso que la omnipresencia de lo político se quede ahí: también se extenderá al plano de las ideas, a cualquier debate sobre cuestiones de fondo.

Quizá el ejemplo más evidente sea el de la democracia. En 2023 se escribirá y debatirá mucho sobre este concepto: cuál es su naturaleza verdadera o deseable, cuál es su estado actual, qué peligros la amenazan. Será un debate fuertemente influido por las consignas que inundarán la esfera pública: se nos dirá que democracia es lo que defienden unos, que las amenazas a la democracia provienen de los otros. Claro que resulta difícil imaginar un contexto en el que esta posibilidad no exista; la propia naturaleza de la democracia obliga a una reflexión periódica -e instrumentalizada- sobre su estado y sus esencias. Y sigue existiendo un consenso transversal en cuanto a que la democracia es algo deseable; el problema llega a la hora de definir de qué tipo de democracia estamos hablando. El caso es que en las postrimerías de 2022 ya hemos tenido un aviso de la intensidad que puede adquirir este debate. Difícil no discutir agriamente sobre democracia cuando algunos sostienen que se ha producido una suerte de golpe de Estado en nuestro país.

Por otra parte, es dudoso que escuchemos nada sustancialmente nuevo sobre el asunto. Es más: parece que estamos regresando a debates que ya creíamos superados. En las últimas semanas hemos vuelto a discutir encendidamente sobre la tensión entre voluntad popular y garantías constitucionales, entre mayorías parlamentarias y contrapesos del sistema, entre conceptos propios de la democracia asamblearia y nociones clásicas de la democracia liberal. Es decir, hemos reactivado los debates característicos del ‘momento populista’ que parecía haber alcanzado su punto álgido en España entre 2014 -primera candidatura de Podemos- y 2017 -eclosión de la crisis separatista catalana-.

Debido a esta suerte de ‘revival’, el problema en 2023 no será disponer de herramientas con las que manejarnos en estos debates. La conversación sobre la naturaleza y el estado de nuestras democracias adquirió urgencia a finales de la década de los 2000 y no ha decaído desde entonces. Solo ha cambiado el énfasis que se ponía en distintos aspectos, desde el papel de los mercados al auge los populismos de izquierdas, desde el efecto de los referéndums hasta las características de la nueva derecha radical. Como consecuencia, la producción de la última década sobre estos asuntos, ya sea por parte de autores españoles o en traducciones de obras extranjeras, ha sido verdaderamente abrumadora. El problema será más bien cómo aplicar esas herramientas a la situación española de una manera mínimamente operativa. Todos hablaremos del ‘iliberalismo’, por ejemplo, pero no estaremos de acuerdo en cuanto a quién lo encarna en España. Lo mismo ocurrirá con conceptos como ‘polarización’ o ‘posverdad’.

La posibilidad de una esfera pública

La competencia electoral de 2023 también debería animar nuestro interés por las condiciones en las que se desarrollan los debates colectivos. En Historia y crítica de la opinión pública (1962), Jürgen Habermas expuso el ideal dieciochesco de la esfera pública como un espacio independiente, que se situaría entre el poder del Estado y la esfera privada. En dicho espacio los ciudadanos intercambiarían opiniones e información, y serían capaces de articular razonamientos propios. Implícito en ese ideal están tanto la autonomía de la esfera pública -se debate lo que los ciudadanos quieren, no lo que el poder estatal quiere- como su capacidad de razonar críticamente acerca del poder en cualquiera de sus vertientes. Si bien Habermas, en el momento de escribir su obra, era pesimista sobre el efecto que los medios de comunicación de masas estaban teniendo sobre ese ideal, todos recordamos una época reciente en la que internet y las redes sociales hicieron mucho por revivirlo. El clima intelectual suscitado por el 15M, en concreto, hizo mucho por extenderlo en nuestro país.

El caso es que 2023 nos recordará, con toda seguridad, la abrumadora influencia que ejercen los partidos políticos sobre lo que se dice o se piensa. Sería lógico que reflexionáramos entonces acerca de qué queda del ideal de la esfera pública, cuando las fuerzas del Gobierno y -en menor medida- de la oposición cuentan con ingentes recursos y con auténticos profesionales de la comunicación cuyo principal cometido es encontrar maneras de influir en nuestros debates; también -o quizá especialmente- en los que se desarrollan en el mundo virtual. Visto esto, ¿se dan las condiciones para un debate ciudadano verdaderamente autónomo? Y ¿qué papel desempeñan en él los actuales medios de comunicación?

Por último, cabrá debatir a lo largo del año que viene sobre el lugar que ocupa la cultura en todo esto. ¿Debe actuar como un refugio o como un campo de batalla más en la pugna política? La segunda opción tiene muchas posibilidades de ganar, dado el continuado atractivo que ejercen ciertas nociones de ‘compromiso’, o dada la relevancia actual de las mal llamadas guerras culturales -mal llamadas porque, a menudo, tienen muy poco que ver con productos o actividades estrictamente culturales, al menos en un sentido cercano a lo que llamaríamos ‘alta cultura’-. Pero quiero imaginar que, en los momentos más asfixiantes, muchos recordarán que la experiencia humana sigue conteniendo inagotables reservas de oxígeno. Y que la forma de acceder a ellas es tan sencilla como abrir un libro, visitar una exposición, sacar entradas para el teatro.