En España hay unos 160.000 enfermos de Parkinson. El padre de mi novia es uno de ellos. El día que le conocí, miré sus manos de reojo varias veces. Primero, por ver si temblaban; después, porque no lo hacían. Él no dijo nada, aunque estoy convencido de que se dio cuenta. Fue mi primera lección sobre el tipo de persona que es, y también sobre la realidad del Parkinson.

Hoy se celebra el Día Mundial de esta enfermedad, y es buena ocasión para destacar sus muchas facetas. El famoso temblor, por ejemplo, afecta a un 40% de los enfermos. El resto padecen otros síntomas, como la lentitud de movimientos o una progresiva rigidez en el tronco y las extremidades. Luego están los síntomas no motores -«los que realmente te destrozan», aclara el padre de mi novia-: depresión, demencia, cansancio crónico, calambres, problemas con el sueño y más. Por esta razón, el Parkinson es muy difícil de diagnosticar. Los enfermos están una media de tres años peregrinando por distintos especialistas y tratamientos hasta que a alguien se le enciende la bombilla. El diagnóstico es cal y arena. Hay medicación, pero no hay cura. Todos los síntomas son tratables, pero todos empeorarán con el tiempo. El Parkinson no mata, pero te va a joder bien. Todo esto escuchó el padre de mi novia una tarde, cuando tenía 42 años.

El Parkinson pone a prueba a los individuos, a las familias y al Estado del Bienestar. Cada uno de los 160.000 enfermos en España necesita, o necesitará, un cuidador. Y ambos números -enfermos y cuidadores- crecerán a medida que vivamos más. Por esto, las asociaciones de afectados tienen varias reivindicaciones de una sensatez cristalina. No puede ser que los tiempos de espera para obtener cita con un especialista ronden los diez meses. También se deben mejorar los mecanismos de la Ley de Dependencia; actualmente, quienes disponen de menos medios son precisamente quienes tienen más difícil obtener ayudas. Además, habría que facilitar el acceso de quienes viven en el mundo rural a los tratamientos de segunda línea; estos pueden ser muy eficaces, pero cuesta recibirlos si no se está en una gran ciudad. Y, finalmente, se debe mejorar la situación de las asociaciones de afectados, que realizan una labor fundamental apoyando a los enfermos y tratando con las administraciones. No son medidas que vayan a incendiar un mitin, pero cuánto bien harían en una esquina del BOE…[Seguir leyendo en El Mundo.]