La corrección política está en boca de todos. Ya sea para defenderla o para criticarla, todo apunta a que se trata de una cuestión que importa en nuestra conversación pública, y que seguirá siendo relevante en el corto y medio plazo. Sin embargo, la popularidad de este sintagma conduce a una pregunta: tratándose de un concepto que apareció primero en Estados Unidos, ¿es útil es su trasplante a sociedades muy distintas de la norteamericana? ¿Qué sucede cuando se usa en el contexto español? ¿Hasta qué punto sirve para iluminar cuestiones de nuestra sociedad, y hasta qué punto nos hace perseguir fantasmas a resultas de un lost in translation?
Empecemos fijando qué queremos decir con corrección política. En el ensayo La verdad de la tribu (Debate), Ricardo Dudda define el término como «un intento de corregir desigualdades e injusticias a través de los símbolos, la cultura y un lenguaje más respetuoso e inclusivo. Es un ideal regulativo que aspira a crear unas normas civilizadas para una sociedad plural.» Se trata de una definición rigurosa y que se ajusta a lo que los defensores de la corrección política -o de campañas que asociaríamos con ella- dicen defender con sus propuestas. Dudda la complementa señalando los diversos mecanismos de imposición que requiere ese «ideal regulativo», y que han suscitado gran parte de la resistencia a la idea misma de la corrección política.
El problema, sin embargo, es que el uso cotidiano del término se aleja cada vez más de esa definición ideal. Por poner un par de ejemplos: hace unos meses, en una entrevista concedida a este periódico, Francisco Franco Martínez-Bordiú señalaba que la actitud del PP ante la exhumación de su abuelo era consecuencia de «la dictadura de lo políticamente correcto». También una columna de Roberto L. Blanco Valdés («Aladino y la corrección maravillosa«, La Voz de Galicia 22/9/19) señalaba que las críticas a un juez de EE UU, tras desvelarse que en su juventud se había desnudado en una fiesta universitaria, mostraban que «la corrección política ha acabado haciendo estragos». Y el término también ha aparecido con frecuencia en los debates sobre las acusaciones al tenor Plácido Domingo por acoso sexual.
Estos ejemplos muestran que, en el habla cotidiana, el término corrección política se utiliza cada vez más para referirse a la mera imposición de consensos o de tabúes, sobre todo si se entiende que estos provienen de la izquierda y suponen una revisión de comportamientos que antes se habían aceptado. El problema es que este uso distorsiona el debate, ya que elimina cualquier utilidad o especificidad del término. Es evidente que ha habido consensos y tabúes en todas las sociedades y en todas las épocas, y que estos consensos y tabúes han ido cambiando con el tiempo, normalizando algunos comportamientos que antes habrían sido inaceptables y -también- prohibiendo otros que antes se habrían tolerado. Además, acostumbrarnos a ese uso tan genérico nos lleva con frecuencia a mezclar churras con merinas. No es lo mismo una propuesta de cuotas de género o de fórmulas para el lenguaje inclusivo (cuestiones que sí se acercan a la definición de corrección política propuesta por Dudda) que el proceso para establecer si unas acusaciones por acoso sexual son ciertas o no, o el debate sobre si se está respetando debidamente la presunción de inocencia de un individuo. Se tiende, en fin, a imputar a una novedosa corrección política cuestiones más bien antiguas. No es solo que cueste imaginar un tiempo en el que quedarse en cueros en una fiesta resultase un comportamiento estándar, sino que, además, la política en EE UU siempre ha dedicado mucha más atención a la vida privada de personajes públicos de lo que ha sido habitual en Europa.
El origen norteamericano del término también conduce a una pregunta: ¿estamos librando debates norteamericanos en una sociedad que se parece muy poco a la norteamericana? [Seguir leyendo en El Mundo.]