Resulta útil volver estos días sobre Sonámbulos, la gran obra de Christopher Clark acerca de la génesis de la Primera Guerra Mundial.
Como indica el título, Clark pone de relieve el grado de inconsciencia de las élites europeas en los años y meses inmediatamente anteriores al estallido de la guerra. El hecho de que, en cada nueva encrucijada, las acciones del contrario no respondían a lo previsto; la sorpresa de ver que las fichas de dominó siempre caían donde no se esperaba y, encima, no se volvían a levantar. Como guinda final, fueron las mismas élites que se habían deslizado de manera inconsciente hacia el abismo quienes luego tuvieron que gestionar la catástrofe. No durante unos días, sino durante años enteros.
Por fortuna la civilización europea ha avanzado mucho en cien años, y España no se encuentra en vísperas de una catástrofe sangrienta como el que asoló nuestro continente en 1914. En una crisis esencialmente posmoderna como es la catalana, todo paralelismo histórico va a resultar forzado. Pero lo que resulta iluminador de Sonámbulos es la visión de las fichas de dominó que caen sin darse cuenta de la trascendencia que esto acabará teniendo. Y, también, la constatación de que el mismo material humano que conduce a una crisis es el que luego debe buscar la salida de ella.
Del mismo modo, los actores y los procesos de la crisis catalana fueron ocupando posiciones sin que fuéramos plenamente conscientes de que todo conducía a este otoño. Ni tampoco de que, llegados a este punto, ya no habría forma de zafarse de ellos. Los vericuetos de la Historia han querido, por ejemplo, que los encargados de gestionar la mayor crisis del régimen constitucional en 35 años, la primera gran crisis para aquellos que no vivimos el 23-F, sean Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. Aunque imaginamos que Rivera hará lo posible por influir en sus decisiones, la lógica del número de escaños es inapelable.
Quizá, de haber sabido en 2015 y en 2016 que se les votaba para esto, muchos se habrían replanteado el sentido de su papeleta. Pero el caso es que en uno o dos años no va a cambiar la correlación de fuerzas en el Congreso, ni van a cambiar sustancialmente las élites dirigentes de PP y PSOE. Ellas gestionarán la fase más crítica de la crisis catalana, y también pilotarán la anunciada reforma constitucional.
Hay muchas razones por las que esto debería resultarnos inquietante, pero la más inmediata es que las élites actuales de estos partidos comparten dos actitudes: por un lado, desean que el Estado de Derecho sobreviva al desafío separatista, pero, por el otro, no parecen dispuestas a dar la batalla por que los argumentos del constitucionalismo se vuelvan hegemónicos en Cataluña. Una combinación preocupante porque, si no se consigue lo segundo, lo primero habrá valido de bastante poco. Con el combustible extra que han aportado los acontecimientos de estas semanas para el victimismo nacionalista, ¿aguantaría el Estado de Derecho otro pulso indepe dentro de 15 años?