No creo que exista mejor lección de humildad intelectual que una visita, o más bien, una serie de visitas, a la biblioteca principal de la Universidad de Cambridge. De factura industrial, parece una fábrica decimonónica en cuyos hornos se fraguasen artículos y conferencias; las aristas de su gran torre se alzan vertiginosamente sobre los estudiantes y profesores que llegan hasta ella en bici. Las alas, con sus escasos cinco pisos, ofrecen un aspecto amable, de concentrado y silencioso estudio; a través de sus altas ventanas podemos ver a gente como nosotros, estudiando o buscando libros. Pero la torre, recogida en su aislamiento (los visitantes no pueden acceder a su interior), recortada siempre contra el cielo gris y húmedo de Inglaterra, es otra cosa. Ni se ofrece ni intimida; convence, disuade, demuestra.

En su interior, más de siete millones de libros que ejemplifican la primera máxima que debe interiorizar todo estudiante: el conocimiento es infinito. Si no, que se lo digan a los seres barbudos y encorvados que caminan trabajosamente por los oscuros pasillos en busca de nuevos libros y documentos, a veces en compañía de empleados que les ayuden a alcanzar tomos de las estanterías más altas y a llevar las pilas resultantes a sus mesas de estudio. Faustos modernos y espejo de nuestros ‘yo’ futuros, parecen escenificar la moraleja de que, en lo que se refiere al conocimiento, nunca lograremos más que un éxito muy, muy parcial. Pactemos con quien pactemos.

La verdadera enseñanza, sin embargo, no tiene por qué esconderse en los pasillos y corredores. Está en los mismos libros que sacamos de las estanterías con tanta facilidad, en los volumenes que apilamos descuidadamente en las largas mesas de madera. Es porque cada libro ya ha sido profanado, cada gema del conocimiento ya ha sido alcanzada por manos más audaces o más viejas que las nuestras. Se ve enseguida: todo libro tiene algunas partes subrayadas en lápiz o boli, muchas veces con comentarios al margen. A veces son subrayados exhaustivos de las frases o términos más o menos importantes, acompañados por comentarios en letra grande y redonda, como «comparar con Hegel, Schopenhauer», «implicaciones racistas», «ideales de regeneración, aunque desilusión». A veces son cosas como «será porque tú lo digas» o «jajaja». Estos señores del margen suelen ser estudiantes más jóvenes, más ilusionados con sus propios descubrimientos; podemos seguir sus razonamientos, sus intereses principales, las revelaciones que el texto les aportó. A veces podemos hasta sonreír de manera paternal ante la simpleza de sus hallazgos.

Pero existe otro tipo de señores del margen… [Seguir leyendo.]