[Publicado en El Mundo el 2 de abril de 2020]
A veces vuelvo sobre Los muertos, el cuento de James Joyce. En algunas ocasiones es para recordar un pasaje concreto, o para entender la relación de Joyce con la sociedad de su tiempo; otras veces es para acordarme del chaval que leyó aquel cuento por primera vez. En estas semanas de centenares de fallecidos al día, la razón es distinta y tristemente obvia. Hay situaciones ante las que solo la literatura parece ofrecer las palabras adecuadas. Por ejemplo, aquel verso de otro modernista que imaginaba a los muertos cruzando el puente de Londres y solo podía murmurar: «tantos, / no pensaba que la muerte hubiera deshecho a tantos».
El cuento de Joyce nos recuerda que cada muerto ha significado algo. En sí mismo, pero también para otros. Quizá incluso para alguien que está en nuestra vida, o que lo ha estado, o que lo estará. Quizá nuestro futuro jefe, nuestra antigua pareja o el amigo con el que llevamos tiempo sin hablar estén perdiendo hoy a una persona fundamental en sus vidas. Quizá también -como sospecha el protagonista de Joyce al descubrir la historia del primer amor de su mujer- esos muertos eran mejores que nosotros. Más nobles, más generosos. Quizá vivieron vidas más duras que las nuestras. Quizá dieron más de sí mismos a los demás de lo que nosotros daremos nunca. O quizá no. Lo único que podemos saber con seguridad acerca de todos ellos es que vivieron y, luego, dejaron de vivir.
En sus párrafos finales, el cuento de Joyce también sugiere que formamos una extraña comunidad con los muertos. Ellos han dado forma a los países, ciudades y familias en los que crecimos. Estos días pensamos, además, que hemos convivido con muchos de ellos. Hasta hace poco nos los cruzábamos en los parques, en los supermercados, en los autobuses. E igual que ellos estuvieron un día aquí con nosotros, nosotros estaremos algún día con ellos. Lo intuye el protagonista del cuento al imaginar al primer amor de su mujer: «cerca había otras figuras. Su alma había llegado a esa región donde moran las vastas huestes de los muertos». Todo nos separa de ellos, y sin embargo -sugiere Joyce en las últimas líneas- también hay algo que nos une, como si una misma nieve cayera sobre ellos y sobre nosotros. Una nieve que forma una comunidad humana, una página de la Historia o solo una gran pregunta para la que aún no hemos encontrado respuesta. El problema es que luego la nieve se derrite y volvemos a quedarnos solos. Ojalá sea distinto para ellos.