Rajoy reaccionó a la dimisión de Manuel Moix como acostumbra en este tipo de casos, es decir, de forma oblicua, cínica y reivindicativa. En un acto este jueves declaró que “hacer política es hacer las cosas a lo grande, fijarse en lo importante, tomar las decisiones que hay que tomar y no ocuparse por los chismes, algo a lo que desgraciadamente estamos acostumbrados en los últimos tiempos”.

Rajoy recurría, así, a su habitual maniobra dialéctica: lo que no me hace quedar bien no es importante, no es adulto, no es serio; y si la mayoría opina lo contrario es porque España no está a la altura de tan extraordinario estadista. Es el discurso tramposo de quien piensa que la seriedad debe ser mediocre, creencia tristemente extendida entre quienes se creen tecnócratas siendo solo apagafuegos.

Dicho lo cual, Rajoy acertaba al señalar la cualidad efímera, casi líquida, del escándalo Moix. Por higiénicas que puedan parecer estas caídas de cabezas de turco, Moix no deja de ser en 2017 lo que Soria fue en 2016 y lo que será algún otro a la vuelta del verano: nuestro telediario flamígero de la semana, el incendio bajo el cual se siguen moviendo, impertérritas, las placas tectónicas de la vida en común.

Pero el presidente regresó a la senda del error al sugerir que, en el nivel de la “política a lo grande”, las cosas se están haciendo bien. Más bien es todo lo contrario. La aprobación este miércoles de los presupuestos ha mostrado, una vez más, la incapacidad de nuestro sistema parlamentario para resolver una situación de bloqueo sin recurrir al comodín de los regionalistas/ independentistas. Es decir, regando de millones aquellas autonomías que han tenido la suficiente astucia como para colocar en el Congreso a diputados cuyo único cometido es cuidar el terruño.

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