El gran saldo de la crisis catalana es la polarización. No solo entre los propios catalanes, sino también en el conjunto de España. Es algo que ha quedado patente de nuevo en el desplante de Colau y Torrent al Rey, y en las reacciones que esto ha suscitado. En un lado está un constitucionalismo heterogéneo y con fuertes divisiones internas, pero bastante cohesionado en lo fundamental; en el otro lado está un independentismo echado al monte, con apoyo discursivo en los otros nacionalismos periféricos y auxiliado por la labor blanqueadora de Podemos. Es una polarización sin final a la vista, toda vez que el único camino que parece tener por delante este segundo bloque es el del enfrentamiento, al que el primero seguirá respondiendo con indignación.
Lo más llamativo, sin embargo, es el absoluto desequilibrio numérico entre los dos bloques. Lo del Rey en Barcelona es un buen ejemplo: en el cómputo global, por cada pareja de independentista y populista hay, al menos, unos cuantos indiferentes, un par de tabarneses y cuatro o cinco personas en el resto de España que se soliviantan al ver espectáculos así. Una democracia debería ser más que el mero enfrentamiento numérico entre bloques, pero, una vez que los independentistas han dinamitado cualquier capacidad de diálogo y han forzado un escenario de o todo o nada, ¿qué duda cabe de que tienen menos fuerza social que sus contrarios?
Pueden señalar que las cosas están mucho más igualadas en Cataluña -quién sabe si también en el País Vasco-, pero si algo ha dejado claro el procés es que incluso cuando su empuje ha sido mayor en la sociedad catalana, e incluso en una situación de marcada incompetencia del gobierno central, hay ciertos límites que el independentismo jamás podrá cruzar. Precisamente los que marcan la frontera entre el éxito o el fracaso de su proyecto.
El desequilibrio es llamativo, digo, porque tanto los populistas como los nacionalistas han buscado siempre presentarse como grandes estrategas. [Seguir leyendo en El Español.]