Entre los muchos elementos inquietantes del procés se encuentra la capacidad de autoengaño del unionismo en el resto de España. No me refiero solamente a la insistencia de cierta izquierda en que el independentismo solo es una reacción contra el PP, y que bastará con echar a Rajoy de la Moncloa y ceder algo de calderilla nominalista y competencial para que el independentismo se diluya (los demás seguimos esperando una explicación acerca de por qué, entonces, el independentismo no se esfumó para siempre con Zapatero).

Me refiero más bien a la tendencia de numerosos sectores unionistas (de nuevo, y creo que esto es importante: habitualmente fuera de Cataluña) a creer que cada nueva encrucijada del procés es una señal de su inminente fin; ese ansiado momento en el que el resto de españoles nos podremos volver a ocupar de lo nuestro sin haber tenido que sacrificar nada más que los límites de nuestro aburrimiento.

Esta capacidad para el autoengaño ha salido a pasear en varias ocasiones: las imputaciones de los Pujol, la ruptura entre Convergència y Unió, el presunto fracaso del 9-N y el consiguiente reguero de inhabilitaciones, la derrota en votos de los independentistas en las elecciones autonómicas, los pactos con la CUP y la dimisión de Artur Mas, las revelaciones del caso 3%, el hundimiento del PDeCAT en las encuestas… así hasta la semana pasada, cuando nos enteramos de las luchas internas en la Generalitat a causa de las consecuencias penales y económicas que tendrá firmar los documentos del 1-O. O hasta ayer mismo, con la encuesta que mostraba una ligera bajada en el apoyo a la independencia.

En todos los casos, la noticia ha sido recibida en ciertos sectores como la señal inequívoca de que esto se está acabando y que nos encontramos a un par de telediarios de la esperada rueda de prensa en la que los indepes admitirán que sí, que los otros tenían razón, que esto no conduce a ninguna parte y que ellos recogen la estelada y se vuelven a casa.

Pero la realidad ha sido más bien la contraria: el independentismo parece haber salido de cada nueva encrucijada, si no reforzado, sí radicalizado y más decidido que nunca a desafiar tanto al Estado como a la vergüenza. Es posible que en cada uno de aquellos pasos se hayan dejado algún apoyo, pero por lo pronto la dinámica sigue pareciendo firmemente favorable a la huida hacia delante. Y quizá habría que preguntarse por qué esto es así.

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