¿Nos importan nuestras universidades? Si lo hacen, lo llevamos con una discreción extraordinaria. La situación de la universidad española está prácticamente ausente de nuestro debate público, y sobre todo del actual carrusel de campañas electorales. Esto resulta llamativo en primer lugar porque dos de los candidatos a la Moncloa -y también dos de los aspirantes a dirigir la Comunidad de Madrid- han sido profesores universitarios. Pero además, y sobre todo, estamos hablando de un sector crucial para cualquier país desarrollado. La universidad no es solo un ciclo educativo por el que pasa la inmensa mayoría de españoles y que guarda una estrecha relación con la entrada en el mercado laboral. También es un mecanismo básico de formación de élites, sean de las que pueblan ministerios o de las que intervienen en tertulias. Esto es así independientemente de cómo funcione el sistema, de cómo forme a estudiantes y profesores. Por eso es tan importante que lo haga bien.

Sin embargo, cuando la universidad se cuela en el debate público suele ser -literalmente- a título individual. Las polémicas acerca de los estudios de ciertos políticos, o los deplorables boicots que se han producido en algunos campus, no han provocado una reflexión general acerca de nuestro sistema universitario. Pese a que todos los casos indicaban problemas más amplios, la atención se ha centrado en individuos e instituciones concretos y de una forma más bien fugaz. Las redes arden, pero la llama se esfuma pronto. Por otro lado, es cierto que los políticos utilizan las tasas y las becas como reclamo electoral; pero no conozco a una sola persona que crea que el único problema de la universidad española es el coste de las tasas, o el número de becas. El desafío del sistema sigue siendo ofrecer una formación al nivel de las mejores instituciones del mundo. Y si bien algunos males de la universidad española se deben a la financiación, hay otros -como el alto grado de endogamia y nepotismo, que redunda inevitablemente en una peor calidad del sistema- que no lo hacen.

Dicho esto, no creo que exista una ley mágica que pueda resolver todos los males de la universidad española. El camino pasa, más bien, por desarrollar una mayor autoexigencia para con nuestro sistema universitario y que esto vaya influyendo en la actitud de votantes, gestores, docentes, estudiantes, padres, medios y -también- políticos. Pero… [Seguir leyendo en El Mundo.]