Termine como termine, hay algo ejemplar en el choque entre Torra y la Junta Electoral por la exhibición de símbolos independentistas en edificios públicos. Porque las cuestiones que expone van a la médula del problema del nacionalismo catalán en la era democrática. Una médula que, en realidad, siempre ha estado a la vista, aunque una capa de prejuicios calcificados haya intentado cubrirla.

En primer lugar, el episodio revela la idea patrimonial que los nacionalistas tienen de las instituciones autonómicas. Confundir el uso partidista de edificios públicos con la libertad de expresión muestra hasta qué punto alguien como Torra es incapaz de aceptar lo que la Junta le pide. El imperativo de neutralidad institucional es inconcebible para quien cree que las instituciones son suyas y para los suyos. Y no lo serían por una contingencia histórica, sino porque ese sería el estado justo y natural de las cosas; para un nacionalista, sus creencias no son tanto una ideología que se puede profesar o rechazar como una atmósfera que emana de los ríos y las piedras de su rincón del planeta. Las acrobacias argumentales de Torra para justificar que la estelada no es un símbolo político son buen ejemplo de ello.

El episodio también muestra el arraigado desdén del nacionalismo por la legalidad. O, para ser exactos, por la legalidad cuando es un principio que obliga a todos y no un instrumento con el que reforzar su hegemonía. Actitud que se convirtió en una segunda naturaleza durante el procés pero que el nacionalismo venía practicando desde antes: cuando Mas se apuntó al soberanismo, la Generalitat ya llevaba años incumpliendo sentencias del Supremo en materia lingüística. Pero el desdén por la legalidad solo es un problema si se contagia; y, en ocasiones, los gobiernos centrales han rivalizado con el Defoe de Diario del año de la peste en su afán de contagio. Grande-Marlaska, por ejemplo, ya pactó con la Generalitat que esta respetaría la neutralidad de los edificios públicos, sin hacer luego nada ante el incumplimiento de aquel acuerdo. Fatiga tener que recordar que las leyes no obligan solamente por ser leyes, sino porque suelen dar forma a un orden más justo que el que impondrían quienes se las saltan. En este caso… [Seguir leyendo en El Mundo.]