Irse. Es un recurso tan manido de la indignación: «lo de España es para largarse»; «si esto sigue así, te juro que me voy». Es como hacerse un tatuaje: eso que todos dicen estar pensando hacer y que casi ninguno acaba realizando; eso que se limitan a felicitar. «Qué suerte tienes de irte, qué suerte de no tener que estar aquí».

Irse siempre supone una pérdida. En las cosas grandes que deben remitir, como las amistades o las relaciones familiares, que deben encomendarse a una tecnología que siempre está mejorando y siempre resulta insatisfactoria; pero también, y sobre todo, en las cosas pequeñas, en los automatismos, en las cosas que no vemos, en el ruido que no escuchamos. El color de los autobuses, las revistas que nos encontramos en las salas de espera, las rutas que hacemos por la calle sin pensar, las voces de la radio que destrozan el título de la próxima canción (y ahora, «Dényerus róman», de Léidi Gaga). Es perder el menú del día de las cafeterías, los Fortuna y las cañas, los anuncios del Corte Inglés por la calle, los fugaces rostros mientras zapeamos.

Irse supone también una pérdida en el lenguaje. A medida que el idioma del nuevo país se va afianzando en nosotros, a medida que vamos riendo y soñando en él, el antiguo, el español, empieza a retroceder. Su riqueza va marchitándose [Seguir leyendo.]