Uno de los lugares comunes acerca de Ciudadanos ha sido que se trata de un partido sin ideología. O, por ser más exactos, que al situarse en el centro político resulta una formación escasamente ideológica. De ahí se desprendería que no tenía votantes naturales, sino solo prestados o circunstanciales. Sus buenos resultados (sobre todo tratándose de un partido nuevo) a nivel nacional, autonómico y municipal entre 2015 y 2019 se podían explicar como un mero accidente histórico, la reacción pasajera contra el desgaste de PP y PSOE. Un ataque de hipo electoral que se acabaría pasando solo.

Siempre dio la impresión de que este lugar común dejaba entrever cierta nostalgia: el mundo estaba mucho más ordenado cuando solo se podía ser (y la elección de este verbo era significativa) del PP, del PSOE o de lo que quedara a la izquierda de los socialistas. Y para que ese mundo volviera, había que presentarlo como el estado natural de las cosas, el resultado de una inevitabilidad casi geológica que había sido alterada momentáneamente. Que Ciudadanos perviviese o incluso creciese era, en fin, un sinsentido ideológico. Cuando los defensores del lugar común se sentían especialmente ingeniosos, repetían aquello de «¿en qué libro de teoría política se habla de la ideología de centro, a ver?».

Sin embargo, resulta evidente que Ciudadanos ha bebido desde el comienzo de varias tradiciones: desde la defensa del pluralismo de la mejor tradición liberal -por ejemplo, la que encontramos en las obras de John Stuart Mill- hasta el antinacionalismo de herencia socialista, pasando por la secularización de raíz ilustrada, la creencia en un mercado competitivo pero correctamente regulado y la reivindicación de las instituciones y del legalismo que se consolida en Occidente después de 1945. Si hay ocasiones en las que esto no se percibe como ideología es porque se trata de corrientes muy asentadas y transversales de las democracias liberales modernas. Pero esto no quiere decir que siempre guíen la acción de los gobernantes, o que nuestro sistema no se haya desviado de varias de ellas en la práctica. Socialistas y populares, por ejemplo, defendían la importancia de unas instituciones fuertes y neutrales mientras colonizaban aquellas que quedaban bajo su control. Y si bien hay momentos en que los discursos disimulan los hechos, también hay un punto a partir del cual los hechos desactivan el discurso.

Por otra parte, la confluencia de estas tradiciones en la España de comienzos del siglo XXI -es decir, un país inserto en el sistema nacido de la Transición, pero con treinta años de perspectiva sobre su desarrollo- hizo que el perfil ideológico de Cs se viniese a situar en un espacio intermedio entre el comportamiento histórico del PSOE y el del PP. Es decir, su centrismo era resultado de su ideología y no de la falta de ella. También le permitió asumir frente a los partidos clásicos un importante elemento diferencial: la actitud hacia los nacionalismos periféricos, que -sobre todo en el caso catalán- era más coherente y de mayor amplitud de miras de lo acostumbrado en la izquierda y la derecha de las últimas décadas.

En cualquier caso, uno de los aciertos de Ciudadanos fue condensar sus herramientas ideológicas en el propio nombre del partido. Porque el pluralismo, el institucionalismo o la secularización confluyen con elegancia en el ideal de ciudadanía: la idea de una comunidad en la que todos sean ciudadanos libres e iguales. Y convendría que esta fuera la idea-fuerza del partido en la reconstrucción tras el descalabro del 10-N y la retirada de Albert Rivera. [Seguir leyendo en El Mundo.]