[Publicado en El Mundo el 31 de agosto de 2022: https://www.elmundo.es/opinion/2022/08/31/630f8a6921efa0db1f8b4571.html]

La lápida de Mijaíl Gorbachov podría decir: «Intentó salvar la Unión Soviética«. También podría poner: «No quiso un Tiananmen«. La compatibilidad de ambas inscripciones resume la mezcla de fracaso estrepitoso y mérito extraordinario que define su obra política.

Comencemos por el fracaso. Es indudable que el último líder de la URSS hizo grandes esfuerzos por salvar el proyecto comunista. Reformas como la perestroika o la glasnost buscaban dinamizar y devolver la legitimidad a un sistema anquilosado, ruinoso y desprestigiado. El empeño por reducir el poder que ejercía el Partido Comunista de la Unión Soviética sobre todos los aspectos de la vida del país (y la de otros países también) buscaba, igualmente, sanear el régimen, no destruirlo.

En este sentido, y como argumenta el historiador David Priestland en Bandera roja (Crítica), podemos ver a Gorbachov como uno más en la larga tradición de líderes comunistas que achacaron los males del sistema a la «burocratización» del partido, y al asfixiante conservadurismo que habría acarreado. Mao siguió una lógica parecida en la Revolución Cultural, aunque con consecuencias infinitamente más brutales.

Pero el caso es que combatir esa burocratización no suponía ir en contra del legado de Lenin, al menos en la mente de Gorbachov y sus asesores; significaba más bien asegurar su supervivencia. El que fuera apodado «padrino de la glasnost«, Aleksandr Yákovlev, declaró en una entrevista que «nunca hemos afirmado que la revolución iniciada en 1917 en nuestro país haya concluido… la perestroika no es sino la prolongación de la revolución».

Tampoco había un intento de desmontar el comunismo soviético en el acercamiento de Gorbachov a Occidente, esas reuniones con Reagan, Thatcher o Bush padre que buscaban rebajar la tensión de la Guerra Fría e incluso poner fin a la amenaza de una guerra nuclear. Con la renuncia a la carrera armamentística o la retirada de Afganistán se buscaba salvar las cuentas soviéticas de la sangría que implicaba su desorbitado gasto en defensa.

El caso es que todas aquellas medidas desembocaron rápidamente en el colapso total de la propia URSS. Podemos debatir si lo que realmente ocurría es que el comunismo era irreformable, al menos en la dirección que Gorbachov buscaba. Pero él no pensaba que lo fuera. Al final parecía más una Pandora aturdida que un estoico enterrador del totalitarismo.

También es indudable, sin embargo, que Gorbachov eligió no continuar por la senda de la represión que habían recorrido sus antecesores. Tras llegar al poder explicó al resto de líderes del bloque soviético que, de ahí en adelante, ya no podrían contar con su ejército para aplastar a la oposición en sus respectivos países. No habría más invasiones para impedir la llegada al poder de los reformistas, como había ocurrido en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968; como tampoco podrían sentirse protegidos los cuadros comunistas si la represión «autóctona» no surtía efecto.

Además, y a diferencia de Jruschov -que, asustado por las consecuencias de sus intentos iniciales de apertura, pasó de impulsar el reformismo a bendecir la sangrienta intervención en Hungría de 1956-, Gorbachov fue consecuente con esa postura. Aceptó la pérdida de poder de los comunistas en Europa del Este, y en algunos casos incluso contribuyó a que se produjera de forma pacífica. En Polonia, por ejemplo, presionó a la cúpula comunista encabezada por Jaruzelski para que negociara una transición a la democracia con el sindicato Solidaridad, una vez había quedado patente que el régimen no contaba con ningún apoyo popular. También desempeñó un papel importante en el devenir de la RDA, donde Erich Honecker parecía decidido a mantener la línea dura y resistir el deseo popular de democratización. En el marco de una visita de Estado, Gorbachov se negó a apoyar públicamente a Honecker y se dice que declaró: «La vida castiga a los que se quedan atrás». Una semana más tarde Honecker era sustituido por Egon Krenz, y poco después caía el Muro de Berlín.

Es cierto que los motivos de Gorbachov no eran solo de carácter ético. Como recuerda Tony Judt en Posguerra (Taurus), el secretario general del PCUS pidió inicialmente un rescate de 20.000 millones de dólares a cambio de no oponerse a la reunificación alemana -o, por ser más exactos, a la absorción de la RDA por parte de la RFA-. Finalmente aceptó una cantidad menor -8.000 millones de dólares, junto a 2.000 más en concepto de créditos sin intereses- a cambio de abandonar a su suerte a la Alemania comunista. No era tanto venalidad como un nuevo intento de salvar las ruinosas cuentas soviéticas: Gorbachov estaba dejando caer el comunismo en Europa del Este con el fin de preservarlo en la propia URSS.

Sin embargo, y con todos sus matices, pocas veces una decisión de tan evidente calado moral -en breve: no emplear la violencia contra aquellos alemanes, checos, húngaros, polacos, rumanos, búlgaros o albaneses que deseaban una vida mejor de la que les había ofrecido el comunismo durante 40 años- ha tenido tanto impacto geopolítico… y humano.

Insistamos en esto: Gorbachov podría haber sembrado Europa del Este de Tiananmens. Podría haber bendecido un episodio más de asesinatos y encarcelamientos a gran escala, de los muchos que jalonan la historia de la URSS. Era el camino más transitado por las élites soviéticas: ya había escrito Andrei Amalrik que estas «consideran el régimen como un mal menor en comparación con la penosa labor de cambiarlo». Él eligió el camino opuesto, y de esta forma impidió una nueva oleada de sufrimiento humano a la vez que aceleraba el final de varios regímenes opresivos. De nuevo lo sintetiza bien Judt: la «verdad fundamental de los sucesos de 1989» es que «si las multitudes, los intelectuales y los sindicalistas de Europa oriental ganaron fue, pura y simplemente, porque Mijaíl Gorbachov se lo permitió».

¿Qué ha pasado desde entonces? Desde luego, el tiempo ha acabado demostrando que el comunismo sí podía sobrevivir. Ahí siguen Cuba, Corea del Norte y -sobre todo- China, el principal ejemplo de cómo el comunismo ha podido adaptarse a las condiciones del siglo XXI. Muchos no perdonan a Gorbachov que la Unión Soviética y las democracias populares no sobrevivieran también. Entre ellos se encuentran quienes llevan su anticapitalismo, su antiliberalismo y su animadversión a EEUU hasta el extremo de creer que el final del imperio soviético es algo que se deba lamentar. Resulta realmente difícil entender qué idea tienen de la democracia y los derechos humanos quienes piensan esto, o qué respeto creen que merecen los millones de víctimas de la Unión Soviética y de los regímenes que fomentó allende sus fronteras. Pero no debe de andar muy alejada de la concepción de Vladímir Putin, quien hace años expresó su convicción de que «la desaparición de la Unión Soviética es la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX».

La animadversión de Putin y el actual nacionalismo ruso hacia Gorbachov, sin embargo, no tiene tanto que ver con su presunto papel de traidor al comunismo como con su idea de que la URSS fue, sencillamente, una de las formas históricas del secular imperialismo ruso. Como explicó el biógrafo de Gorbachov, William Taubman, en una entrevista publicada en Letras Libres, «muchos rusos están muy enfadados porque perdieron un imperio. Pero Gorbachov no quería conservar un imperio, no creía en el imperio«.

Una crítica mucho más sensata se centra en la gestión que hizo Gorbachov del tránsito a la democracia, y cómo sus numerosos errores -continuados por otro democratizador fracasado, Boris Yeltsin– allanaron el camino para el ascenso del propio Putin. Resulta útil recurrir a la intuición del historiador Serhii Plokhy en un ensayo que publicó en español Política Exterior: el mundo se equivocó al pensar que la descomposición de la URSS era un acontecimiento, cuando en realidad es un largo proceso que dura hasta nuestros días. Y es perfectamente posible culpar a Gorbachov, al menos en parte, de algunos de los problemas iniciales de este proceso.

Dicho todo esto, el tiempo también ha dado la razón en algo a Gorbachov: la supervivencia del comunismo requirió sangre, y sigue requiriendo represión tanto en China como en Cuba y en Corea del Norte. Gorbachov eligió no ser cómplice de aquello: quiso salvar la URSS, pero no a cualquier precio. Que esa actitud facilitara el colapso definitivo dice mucho sobre lo que fue el proyecto soviético. Pero también dice mucho sobre quién fue Mijaíl Gorbachov.