Conozco pocos procesos de deshumanización como el de las semanas previas a una fecha de entrega en las universidades del mundo anglosajón. Son semanas en que jóvenes perfectamente sanos, simpáticos, quizás hasta felices, se van convirtiendo poco a poco en gárgolas porosas apostadas sobre sus mesas de estudio, en pálidos fantasmas que vagan por los pasillos de bibliotecas y facultades, que sólo esperan el final de su calvario con la esperanza de que, cuando por fin llegue, las cosas vuelvan a ser como antes.

El proceso es bastante uniforme, ya sea entre los estudiantes de licenciatura, los de master o los de doctorado, aunque con las naturales diferencias de categoría. Comienza con una especie de optimismo estoico, a medida que se van haciendo las primeras lecturas y las ideas van brotando; la propia vanidad se ve satisfecha al ver que, en efecto, somos personas inteligentes, con criterios propios y ocurrencias interpretativas que surgen como de la nada. En esta fase tan reconfortante uno se reconcilia con la materia que haya elegido estudiar, disfruta incluso de su disciplina, y se confirma en la idea de que esto es lo suyo, lo que le va. Cuatro horas diarias de estudio, y luego a reunirse con los colegas en el bar de siempre, aceptando cada nueva ronda con un «bueno, no debería, pero vale…» sonriente.

Pero los días comienzan a pasar con mayor rapidez, y pronto uno se encuentra ante problemas imprevistos: este capítulo desmiente mi tesis inicial, este crítico plantea una interpretación opuesta a la mía y mucho más convincente, este detalle histórico resulta irreconciliable con mi punto de partida… y de repente los textos, documentos y voces que hace poco nos parecían tan afines se vuelven enemigos tenaces. [Seguir leyendo.]