[Publicado en El Mundo el 19 de marzo, 2020]
Me pregunto cómo habrán envejecido los análisis y los artículos de opinión que se publicaron en octubre de 2008, poco después de la caída de Lehman Brothers. Imagino que no muy bien. Al menos, dudo de que alguno desarrollara una idea fidedigna de lo que le iba a ocurrir al mundo durante los siguientes cinco, diez años. Tengo dudas parecidas acerca de todo lo que podamos escribir en estos días. Por mucho que digamos que esta crisis será temporal, por mucho que creamos que, cuando al fin salgamos de nuestras casas, podremos retomar la vida exactamente donde la dejamos, se intuye que esta crisis puede estar abriendo un tiempo nuevo, de contornos aún invisibles. En un artículo en Letras Libres, Toni Timoner ha apuntado que el coronavirus supondrá «la puntilla de la globalización», un colapso de las estructuras que ya crujieron bajo el peso de la crisis financiera y el auge populista. Quién sabe si tendrá razón, pero cabe preguntarse si no nos encontraremos al comienzo de un cambio de esa magnitud. Una convulsión sin precedentes reales en nuestra historia y que nos obligará a desarrollar nuevas ideas y herramientas para afrontarla.
Lo paradójico es que una crisis insólita como esta nos empuja hacia el pasado, y al juego de espejos que pueda establecer con episodios que nos resultan familiares. No es solo que Torra y Urkullu parezcan remitirse al protocolo de gestión de crisis sanitarias de Sabino Arana. Francisco Pascual señalaba en este periódico hace unos días los inquietantes paralelismos entre Zapatero y Pedro Sánchez en su reacción tardía, y arrastrada por los acontecimientos, ante una crisis que llevaba tiempo en el horizonte. Un sector de la izquierda, por su parte, ha proyectado sobre esta emergencia sus antiguas obsesiones con la gestión de la Sanidad madrileña por parte del Partido Popular. Podemos y el PSOE de Sánchez también parecen afrontar la respuesta al impacto económico del coronavirus como si estuviéramos ante un remake de 2008, una oportunidad de mostrar que efectivamente había una vía alternativa a la que se siguió entonces. Se nos plantea una de las dudas de Hamlet: ¿cuánto hemos de creer a este fantasma que nos interpela y nos explica tanto lo que acaba de ocurrir como lo que debemos hacer al respecto? Será difícil medir adecuadamente qué lecciones del pasado son útiles y cuáles impiden ver lo que hay al otro lado de la niebla. Pero la clave inmediata está clara: mantenernos en pie mientras se disipa.