[Artículo publicado originalmente en el número 4 de JUMP, revista de la Universidad Camilo José Cela: http://blogs.ucjc.edu/jump/ ]

Uno de los debates más ubicuos de nuestro tiempo es el de qué voces deben informar y orientar a la sociedad. La complejidad de los desafíos a los que se enfrenta el mundo y la sensación –sobre todo a partir de 2008– de que los antiguos referentes han perdido validez han generado una gran paradoja. Las sociedades occidentales reclaman voces que expliquen qué somos y adónde vamos, pero, al mismo tiempo, sospechan de las élites –o, lo que es lo mismo, de los mecanismos de formación de élites– que han venido aportando esas respuestas.

Yendo a lo concreto, el periodismo, la política y la universidad –es decir, los sectores que tradicionalmente han orientado el debate público– han sufrido este doble fenómeno de reactualización y descrédito. En España hemos visto, por ejemplo, cómo un nuevo interés por la información política y económica venía acompañado de un menosprecio a la figura del tertuliano clásico, a menudo en beneficio de la del “experto”. Pero, a la vez, los expertos se han visto desprestigiados tanto por un nuevo antielitismo como por los fallos de predicción en fenómenos como el Brexit o el ascenso de Donald Trump. El pez se muerde la cola: si no podemos creer ni a los oráculos tradicionales ni a los modernos, ¿a quién debemos escuchar?

El problema, sin embargo, está mal planteado. Es lícito preguntarse por la calidad, el rigor y el posicionamiento ético de quienes intervienen en el debate público, pero jamás encontraremos voces infalibles a quienes encomendar de forma ciega la dirección de la sociedad. El ser humano es parcial por su propia naturaleza, y siempre habrá condicionantes –explícitos o soterrados– sobre quienes deseen orientar las opiniones de sus conciudadanos. Así pues, el problema no es solamente cómo generar élites, sino también cómo reducir la exposición del debate público a los puntos ciegos, los errores o sencillamente los malos días de la élite oracular.

En este contexto, las Humanidades cotizan al alza. Las disciplinas que se suelen reunir bajo este marbete –Filosofía, Filología, las diversas facetas del análisis cultural y sectores rayanos en las ciencias sociales, como la Historia– aportan, precisamente, las herramientas críticas que permiten a cualquiera desarrollar una mayor autonomía de pensamiento. Una buena formación en retórica y en análisis del discurso, por ejemplo, permite vislumbrar los puntos flacos –o fuertes– de cualquier argumentación, provenga de quien –o de donde– provenga. Una buena formación en Historia otorga, por su parte, un marco desde el que evaluar cualquier propuesta social, política o económica. Y, yendo al mundo empresarial, la formación de criterio propio que fomentan las Humanidades resulta extremadamente útil a la hora de evaluar riesgos y de proponer innovaciones.

Así pues, hay que rehuir el estereotipo del humanista como alguien que cultiva un saber tan enciclopédico como carente de dirección. El conocimiento tiene, efectivamente, un valor y una dignidad que van más allá de lo instrumental; pero el humanista también puede adoptar otras formas, como la de un generador de pensamiento crítico capaz de colocar nuevos datos en un marco flexible pero riguroso. Y una sociedad que cuente con el mayor número posible de individuos con estas capacidades encontrará más fácilmente la solución a sus problemas, por muy complejos que sean. La conclusión, por tanto, es sencilla: las Humanidades resultan más útiles cuanto más extensamente están diseminadas, y la mejor forma de lograr esto es a través de la educación.