Aunque llevo unos años en la docencia universitaria, este es el primer curso en el que he podido enseñar eso que seguimos llamando los clásicos. La mera idea de hacerlo tenía, al menos cuando vivía en el extranjero, un regustillo arcaico. Hace ya varias décadas que las facultades de Humanidades anglosajonas adoptaron un criterio férreamente anti-canónico: los estudiantes de filología de la Washington University no leíamos un solo verso de Byron y, a cambio, analizábamos Una habitación propia en tres asignaturas distintas.

Siempre me quedó, sin embargo, el gusanillo de dar una de esas asignaturas de título vetusto y marmóreo, algo como Grandes Obras o Clásicos de la Literatura Universal. En parte era por el desafío que supone impartir algo así: no tiene mucho mérito convencer a un veinteañero de que Cortázar y Bukowski molan, lo difícil es hacerlo con Zorrilla, con Sor Juana, con Eurípides. Y en parte era también por la fe en la literatura; esa convicción que uno tiene, para bien o para mal, de que un libro interesante puede atraer a cualquiera siempre que se lo expliquen bien y siempre que haya pasado la edad del pavo.

Así que, cuando al fin me tocó impartir una asignatura de este tipo, me lancé a prepararla con un verdadero sentido de misión. [Seguir leyendo.]