[Publicado en el blog de la Fundación Conversación el 2 de abril de 2020]

Han pasado más de cien años desde que Ortega y Gasset acuñara la fórmula de que “España es el problema y Europa la solución”. Sin embargo, la frase sigue siendo útil a la hora de comprender la relación de la ciudadanía española con el concepto de Europa y con la Unión Europea. En parte porque la legitimidad del proyecto democrático nacido tras el desmantelamiento del régimen franquista se ha apoyado fuertemente tanto en el acercamiento a “Europa” como en la reivindicación de las élites culturales europeístas de los siglos anteriores (el propio Ortega y su círculo, los ilustrados dieciochescos, la Institución Libre de Enseñanza, etc.). La apuesta por la integración europea no era solo una decisión racional sobre política exterior y alianzas económicas, sino también un pronunciamiento acerca del pasado y el futuro españoles. Suponía un rechazo del tradicionalismo y el franquismo y una apuesta por una modernidad conceptualizada como intrínsecamente europea.

Hoy en día España mantiene un alto grado de europeísmo, tanto a nivel popular como al de las élites políticas, económicas y culturales. Pero la vertiente histórica a la que me he referido es importante porque tras la palabra europeísmo se esconden muchas texturas y muchos matices. No todos los europeísmos son iguales aunque puedan alcanzar niveles de intensidad idénticos. Diría que el nuestro, en concreto, es un europeísmo traumatizado, el resultado de una serie de presuntas lecciones históricas que connotan la cercanía a Europa como un enorme ejercicio de autosuperación nacional. Se podrá responder a esto que todo el proyecto europeo nace de un trauma: el de las guerras mundiales. Y así es. Pero esto, que sirve como herramienta explicativa del europeísmo francés o alemán, no se aplica tanto en el caso de España, no-beligerante en ambos conflictos. En nuestro caso, el trauma no es tanto el de la aniquilación mutua y masiva sino el de la pobreza, el atraso y la tragedia endógena.

No quiero decir con esto que un cálculo de costes y beneficios no pudiera apoyar claramente la pertenencia de España al club europeo. Es más, estoy convencido de que lo hace. Lo que señalo es que ese tipo de lógica no es la que subyace al europeísmo español, al menos en su nivel más popular. Y conviene, además, que comprendamos los efectos que se derivan de esa textura particular de nuestro europeísmo. Apuntaré unos cuantos: en primer lugar, otorga cierta inmunidad ante demagogias antieuropeístas como las que han marcado el debate británico acerca de su propia pertenencia a la Unión Europea. Porque el Brexit no ha sido solo el resultado de ansiedades socioeconómicas o de la pericia propagandística de los euroescépticos. El europeísmo y el antieuropeísmo también batallan en el campo de las culturas e identidades nacionales, en las historias que cada nación se ha contado a sí misma acerca de su pasado y sus rasgos distintivos. Planteémoslo así: ¿había mayor angustia socioeconómica en Reino Unido en 2016 -tasa de desempleo del 5%- que en España en 2013 -tasa de desempleo del 26%-? ¿Por qué unos giraron al antieuropeísmo y no los otros? Hay muchas explicaciones, pero una de ellas es que por razones históricas y culturales (como el hecho de que gran parte de la identidad nacional británica esté construida sobre el relato de la victoriosa defensa de la isla contra tiranos del continente como Felipe II, Napoleón o Hitler), los británicos ya estaban mucho más cerca del euroescepticismo que los españoles. Cuesta menos cruzar una línea roja cuando la tienes al lado que cuando te pilla muy lejos.

Las particularidades de nuestro europeísmo también perpetúan una idea de Europa como un Otro al que, en el fondo, no terminamos de pertenecer, o solo de forma excepcional. Esto puede impedir un grado mayor de iniciativa política -y de presión popular para que esta se produzca- a la hora de utilizar los mecanismos de la política europea en beneficio de nuestros ciudadanos. Es útil pensar aquí en los cuestionables criterios con que nuestros grandes partidos elaboran sus listas para las elecciones al Parlamento Europeo. ¿Por qué toleraríamos esto si no fuese porque en el fondo no creemos que los representantes españoles realmente pueden marcar una diferencia en las decisiones de ámbito europeo? Hay algo de círculo vicioso en la idea de que Europa siguen siendo los otros.

Finalmente, el europeísmo traumatizado se manifiesta con frecuencia como una obsesión con cómo se ve España en el extranjero (en el extranjero desarrollado; cómo se ve España en Chad no parece interesar mucho). Hemos tenido un buen ejemplo de ello durante el reciente proceso independentista catalán: tanto secesionistas como constitucionalistas prestaban una extraordinaria atención a lo que se publicaba en el extranjero acerca del procés, a la busca de algo que confirmara -o llevara injustamente la contraria a- la visión de cada lado. La cuestión no era tanto buscar un punto de vista novedoso, sino sencillamente ver si representantes de ese Otro europeo, construido previamente como superior y fiable, nos daban la razón. Irónicamente, los secesionistas catalanes nunca son más españoles que cuando declaran que el mundo nos mira. El problema de esto es que fija el debate en quién emite los mensajes en vez de en el contenido de los mismos. Y no parece propio de una esfera pública madura el dedicar días enteros a comentar el trabajo y el rigor (o falta de él) de los corresponsales de medios extranjeros, aunque solo sea por lo evidente: ni uno solo de los lectores del Guardian o Le Figaro vota en nuestras elecciones.