Lo del “fantasma de la corrupción” es un recurso habitual. Escriban la frase en el buscador y les saltarán centenares de resultados relacionados con -por ejemplo- el caso Odebrecht (“el fantasma de la corrupción recorre América Latina”), la gestión de recursos públicos en ciertos países (“el fantasma de la corrupción asola la Administración armenia”) o el bloqueo político del año pasado (“el fantasma de la corrupción irrumpe en las negociaciones entre PP y Cs”).
Como sucede con cualquier fórmula que hace fortuna, recurrimos a la imagen del fantasma porque entendemos que explica o resume algo importante acerca de la corrupción. Y así es, pero en un sentido distinto y más preocupante del que se suele dar a entender.
En el tipo de usos que acabo de citar, el “fantasma” denota una sombra inquietante, una presencia invisible, una posibilidad que proyecta una amenaza sobre nosotros. Repetimos, así, el uso que le daba Marx en el célebre comienzo del Manifiesto comunista: el fantasma del comunismo era su propia y difusa posibilidad, un susurro en fábricas y talleres que tendría en vilo a los poderosos.
Pero al emplear así la fórmula dejamos de lado un aspecto mucho más central en el concepto del fantasma: la reaparición de alguien que ya está muerto. Alguien, además, que en ningún momento va a regresar a la vida, sino que ya se encuentra en el otro barrio y solo tiene que resolver sus cuentas pendientes antes de desvanecerse del todo. Fantasma es el padre de Hamlet, que aparece ante su hijo cuando ya no es rey de Dinamarca sino un gobernante biológicamente amortizado.
Y esta es la inquietante conclusión que se insinúa a la luz de la historia de la corrupción en nuestro país. Porque resulta llamativo que, cuando los escándalos afectan a piezas de caza mayor del mundo de la política, estas se suelen encontrar o en segunda línea o directamente retirados.