Di Stéfano siempre fue demasiado grande para nosotros. Nunca pudimos entenderlo, nunca logramos conceptualizarlo. Crecimos escuchando su nombre, viendo sus fotos, atisbando en clips cortísimos un borrón blanco que pateaba una mancha marrón. Nos decían que había sido el más grande y nosotros lo repetíamos si se presentaba la ocasión (quizá ante algún extranjero que se llenase la boca de Pelé, de Maradona, de Cruyff). Pero no lo sentíamos, no podíamos sentirlo. ¿Cómo podía impresionarnos ese hombrecillo medio calvo que vestía pantalones ridículamente cortos? ¿Cómo ver la grandeza de alguien del que sólo parecía haber grabaciones de ocho segundos de duración, y en las que encima nunca se le veía meter libres directos, ni chilenas, ni voleas? Además, algunos de los otros chicos (sobre todo los vascos y catalanes que conocíamos en campamentos de verano) decían que todo aquello había sido obra de Franco. Y nosotros cambiábamos de tema. Por si acaso.

No, nosotros, los nacidos a mediados de los 80, no comprendíamos a Di Stéfano porque no necesitábamos comprenderlo: ya teníamos a los más grandes delante de nuestras narices todos los sábados y domingos. Eran Hierro, Sanchís, Zamorano, Laudrup, Suker, Mijatovic, Roberto Carlos. Era el primer negro que vimos en nuestra vida, ese Seedorf de pelo incomprensible que Ángela, mi compañera de pupitre, me dijo que le gustaba más que Raúl («¿y que yo?», quise preguntarle, pero nunca le dije nada y luego nos cambiaron de clase y ahora ni siquiera recuerdo su apellido). Encima luego vinieron Figo, Zidane, Ronaldo, Beckham, Robben, Kaká, Benzema, Cristiano; y ya fue el acabóse. Los viejos del Bernabéu podían gruñir todo lo que quisieran (tras sus bufandas, bajo sus boinas, entre sus atracones de pipas) que ninguno de aquellos dandis se podía comparar con la Saeta. Nosotros nos reíamos. Hijos de las videoconsolas, sabíamos alternar la metralleta, el lanzallamas, la uzi y el fusil francotirador con sólo apretar el R1 de la Play. Las saetas eran cosa de viejos.

No fue hasta aquella noche tan mágica y tan profundamente extraña de la Décima que me di cuenta de lo que había sido Di Stéfano.

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