«Esto no es el fin. No es ni siquiera el principio del fin. Pero sí es el fin del principio». Así explicaba en 1942 Winston Churchill –ese hombre a un aforismo pegado, ese Muhammad Ali del ingenio verbal– la importancia de la victoria lograda por el general Montgomery en El Alamein. Y así podemos empezar a comprender lo que ha sucedido en el referéndum que ha determinado la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

Efectivamente, estamos ante el fin de la mitología del Reino Unido como un país obcecadamente sensato, una nación impelida por una fuerza casi telúrica a tomar siempre la decisión correcta. Pero sobre todo estamos ante el fin de la primera gran fase del proyecto europeo.

El triunfo del Brexit se ha debido a una multitud de factores, muchos de los cuales han sido totalmente circunstanciales. En primer lugar, y como ya indiqué hace unos días, la campaña se planteó de tal forma que cada vez fueron perdiendo más peso los datos y las recomendaciones de los expertos y ganándolo las cuestiones identitarias y sentimentales. En ese campo, los partidarios del Brexit, con su discurso xenófobo y patriotero, y con su visión simplista y falaz de lo que son la libertad y la autodeterminación, siempre iban a tener las de ganar. Máxime en un país que nunca se ha sentido del todo europeo.

En segundo lugar, se eligió hacer un referéndum en un contexto de grandes ansiedades económicas, sin pensar que esto podría potenciar las preocupaciones acerca de la inmigración o dar mayor fuerza a las cifras de las contribuciones brutas que hace el Reino Unido a la Unión Europea (los famosos 350 millones de libras a la semana; sin contar, claro, la devolución que negoció Thatcher, las inversiones europeas en infraestructuras en el norte de Inglaterra, las ventajas de pertenecer al mercado único…). Como podemos ver hoy, las ansiedades económicas no sólo funcionan a favor del statu quo, sino que también pueden conducir a un país a dar un gigantesco salto al vacío.

En tercer lugar, se eligió hacer un referéndum en un momento en que los dos grandes partidos se encontraban con unos liderazgos singularmente débiles.

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