Hace un mes fui a un mitin de Barack Obama en el downtown de Saint Louis: el primer mitin de toda mi vida.
El mitin coincidía con la celebración del Mardi Gras, con lo cual el Metro de camino al Scottstrade Center estaba lleno de gente de todas las edades, luciendo sombreros estrafalarios con lucecitas parpadeantes y collares de cuentas verdes, moradas, rojas y amarillas. Hubo un momento en que el tren se detuvo súbitamente y alguien derramó sin querer medio cubo (repito: cubo) de cerveza sobre los hombros de uno de mis amigos. Daba igual: con toda la determinación del mundo nos plantamos en el estadio y salimos corriendo del vagón para adelantarnos a la masa. Yo, el más bajito en este país de verdaderos gigantes (me dicen que ponen hormonas en la leche… así cualquiera) corrí con mi cuaderno de apuntes a cuestas.
De camino al estadio, me encuentro con un costarricense que se licenció de mi misma universidad hace ya dos años y que está trabajando en Saint Louis. Me comenta que los College Democrats de Wash U han traído a unos mil estudiantes… de un campus de cinco mil. Y me lo creo: desde hace un par de meses cada ventana y cada puerta cercana al campus luce su pegatina, pancarta o foto Obamita particular. A la entrada del estadio tenemos que cruzar un pasillo formado por una treintena de voluntarios a la causa: reconozco más o menos a la mitad de mis clases, del equipo de fútbol, de alguna que otra fiesta. Mis amigos saludan al resto.
Tras dos horas esperando de pie salen los teloneros (congresistas, vicegobernadores, etc): nos anuncian que en total somos unos 20.000 los que hemos venido a oír hablar al Elvis Presley de la política actual. Enfatizan su origen humilde, sus grandes cualidades humanas, y la proximidad de Illinois a Missouri. Mis compañeros se turnan a la hora de acompañar cada frase con un sonoro “WOOOOOOOOOOO.”
Entonces, por fin, sale Él. [Seguir leyendo.]