As flies to wanton boys are we to the gods

King Lear IV.1

 

– Pues sí, es un papiloma.

La podóloga lo dijo sin pestañear, con la misma naturalidad con la que luego se volvió en su silla giratoria y alcanzó un spray pequeño, color verde lima. Espolvoreó rociadas sobre el dedo gordo de mi pie derecho y luego acarició el área infectada con un algodón. Sentí un pinchazo esponjado.

– ¿Dices que lo has tenido antes? – preguntó mientras empezaba a examinar el resto del pie.

– Sí. Por eso cuando vi la llaga blanca esta mañana pensé que podría tratarse de…

– ¿Cuándo lo tuviste?

– Con… doce, trece años.

– Vale, esto probablemente no es una nueva infección, no sé si te lo explicaron por entonces pero una vez te infectas del virus ya lo llevas toda la vida, nunca se marcha, siempre está ahí, latente. Hay gente a la que no le vuelve a salir un papiloma en toda la vida y otros a los que les sale uno nuevo cada dos o tres años. ¿Cómo te lo trataron la primera vez que lo tuviste?

– Ehm… no recuerdo el nombre del… pero me lo congelaban, puede que fuera con… ¿nitrógeno? Me acuerdo de que era tan frío que quemaba. Luego me lo raspaban con una lima o algo parecido. Fueron varias sesiones, creo que fui una vez a la semana durante un mes… o mes y medio. No podía lavarme el pie antes de las sesiones, que tenía que envolvérmelo en la ducha. Recuerdo que el raspado dolía mucho.

– Sí, por suerte los tratamientos han evolucionado desde entonces – la podóloga no perdía la sonrisa profesional, pero tampoco se estaba quieta un segundo. Aplicaba cremas, picoteaba en mi ficha con un bolígrafo azul. No me miraba a los ojos desde el momento en que me invitó a entrar en la consulta y a quitarme los zapatos. – Ahora te vamos a poner una inyección que lo irá destruyendo poco a poco, te la pongo una vez y ya está, luego vuelves en tres semanas y ya te saco el papiloma, lo único es que te dolerá ahora cuando te dé el pinchazo y luego el próximo par de días también te dolerá, es muy normal, al tenerlo en el dedo gordo te dolerá más o menos cada vez que des un paso, pero lo dicho, al par de días se irá, y mientras tanto te puedo dar unos algodones que amortigüen el impacto mientras caminas, Asun, ¿me puedes ayudar un momento?

En unos instantes tenía al lado a una enfermera. Gruñí al sentir el relámpago afilado. Las manos de la enfermera se cerraron sobre mi pie como si se tratara de un pez que intentaba alcanzar, de nuevo, el vacío.

Salí de la consulta con una cojera irregular, tratando vanamente de hallar una pisada que no me hiciese ver las estrellas. A pesar de que estábamos a principios de junio, un viento gélido azotaba las calles. La noche anterior había entrado un frente frío por el norte, dando marcha atrás al tránsito estacional de Madrid: del cuasi-verano habíamos regresado al otoño. Los que no habíamos mirado la previsión del tiempo por la mañana vagábamos ahora por las calles encogidos en nuestros polos y camisetas. Me dije que, a la luz de las grandes tragedias de la Historia, ni las punzadas que sentía al andar ni el frío que me raspaba los antebrazos eran gran cosa. Pensé en Primo Levi, en Solzhenitsin. El día era un jueves.

Al llegar al despacho una compañera me comentó la noticia de la mañana. Una diputada británica acababa de ser tiroteada delante de la biblioteca de su pueblo natal. Aún se sabía muy poco acerca del suceso, pero por lo visto un tipo se le había acercado después de una reunión vecinal y le había descerrajado dos tiros en pleno abdomen. Luego le había dado patadas mientras la remataba con un cuchillo de cocina. Mi compañera me enseñaba la noticia en su móvil.

– Era súper joven, mira. Tenía un niño de cinco años y otro de tres.

La noticia me interesaba, claro, pero también era consciente de la hora larga de trabajo que había perdido por la visita a la podóloga. Los mails acumulados en mi bandeja de entrada se me insinuaban como un nido alborotado. Además, aún se sabía poco del asunto. La primera plana de los periódicos digitales seguía dominada por la reciente masacre en una discoteca gay de Orlando. Mi compañera bufaba ante la pantalla, pidiendo que quitaran ya a estos muertos tan viejos.

Trabajé durante el resto de la mañana intentando ignorar las alertas que me llegaban al móvil y la conversación de mis compañeros. La peor distracción, sin embargo, era el dolor que me martilleaba el pie con infinita y coagulada paciencia. Me imaginaba que el dedo se debía estar hinchando, que las descargas circulares que irradiaban lentamente del papiloma empujaban contra el vendaje.

Decidí aprovechar la hora de la comida para acercarme a una farmacia a por ibuprofeno. Dije a mis compañeros que en breve me reuniría con ellos en el restaurante donde solíamos comer y empecé a bajar Fernando el Católico, oteando ambos lados de la calle en busca de una cruz verde iluminada.  El viento seguía coleteando, y las nubes dispersas de la mañana habían cerrado filas. Los árboles, verdísimos, tiritaban. La chica que caminaba delante de mí tenía una mano discretamente colocada sobre el muslo para que el viento no le levantase la falda.

En un momento alcé la vista y distinguí un objeto grisáceo que caía de un balcón. En un primer momento me pareció una sábana, luego un desecho de alguna obra, luego una suerte de maniquí.

[Continuará.]