[Columna publicada en El Mundo el 16 de julio de 2020:   https://www.elmundo.es/opinion/columnistas/2020/07/16/5f0f2cc3fdddff59b08b458d.html]

En España «lo ha hecho todo el pueblo, y lo que el pueblo no ha podido hacer se ha quedado sin hacer». La conclusión que Ortega sacaba hace cien años de nuestra historia sigue siendo sugerente. No tanto por su (escasa) veracidad, sino porque resume una larga tradición de desencanto con las élites de nuestro país. Y la cuestión de las élites cobra especial relevancia en el día del homenaje a los miles de muertos de la pandemia. Al final, es muy difícil sostener que nuestras élites políticas y administrativas han estado a la altura de este desafío. No se trata de buena voluntad o de esfuerzo, sino de resultados. No estuvieron a la altura, sobre todo, en la prevención de lo que venía; el homenaje de hoy es a la vez un acto de justicia y la evidencia de un gigantesco desastre. Pero estos días comprobamos que tampoco han estado a la altura de la pospandemia. Tras varios meses gobernando bajo un estado de alarma, ni el Gobierno ni el Congreso han creado un marco homogéneo y eficaz para la gestión de los esperados rebrotes. Todo ha quedado al albur de las decisiones de dirigentes autonómicos, que se topan -como en Cataluña- con límites competenciales y con el problema de que vuelve a haber movilidad por todo el país. La improvisación rebasa, además, el problema de dónde y en qué momento es obligatorio ponerse la mascarilla. Hace semanas que se sabía que las elecciones gallegas y vascas se podían celebrar en una situación de rebrotes, y aún así las autoridades no decidieron nada mejor que prohibir a los infectados, 48 horas antes, el ejercicio de su derecho al voto.

La frase de Ortega es sugerente, también, por su segunda parte: lo que el pueblo no ha hecho se ha quedado sin hacer. Esto adquiere un peso especial en una sociedad democrática que tiene mecanismos para ser exigente con sus élites. Sin embargo, parece que amplios sectores de nuestra ciudadanía han renunciado a esa exigencia. Se equipara la responsabilidad de un adolescente en un botellón con la de alguien que cobra un sueldo público. Se acepta el discurso oficial del «no se podía prever» como si nuestro Estado fuese un mero gestor de la Providencia. Se asume que el criterio con el que se debe juzgar a altos cargos es si parecen simpáticos en sus comparecencias. Se tolera que las autoridades respondan a su propia imprevisión con excesos arbitrarios. Quizá estamos en shock postraumático; o quizá nos baste con musitar, resignadamente, que más se perdió en el Covid.