No nos engañemos: nuestra época está hambrienta de carisma. Lo está como lo ha estado cada una de las anteriores zancadas del ciego y convulso andar de la Humanidad. Hoy en día lo llamamos con otros nombres (“liderazgo”, “magnetismo”, “ser mediático”) pero acaba siendo lo que siempre ha sido: la propensión a seguir a un individuo, a desarbolar la capacidad crítica y aceptar la visión que nos propone el otro, en base al atractivo que logra transmitirnos. El “yo creo en esta persona”. El “yo seguiré a este desconocido”.

Nuestra propensión al liderazgo carismático se debe, en parte, a ciertos factores inmutables del ser humano (como la dulce distensión existencial que supone engancharse a un líder o a un proyecto) pero también por la entronización que hace nuestra sociedad de la “experiencia”. Es la otra cara de la moneda del hedonismo posmoderno: cuando hasta los nuevos lavabos de pago de la estación de Atocha se describen como “una experiencia única”, entendemos que vivimos en un mundo que prima la sensación sobre el raciocinio.

Y esto, que por un lado conduce a un saludable optimismo, también tiene sus contrapartidas. Porque existen pocas experiencias tan poderosas, tan capaces de justificarse por sí solas debido a su intensidad, como la interacción con un individuo carismático.

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