2016 venía siendo el año de muchas cosas. Ahora ya es el año en que apretamos el botón del pánico. Quién sabe si demasiado tarde.
Es difícil matizar la catástrofe que supone la victoria de Donald Trump en la eterna pugna por evitar que las democracias liberales degeneren en demagogia y populismo (que, recordemos, nunca andan muy lejos de la violencia y la tiranía). Muchos defienden a Trump desde perspectivas ideológicas, desde la desilusión con Obama o desde el rechazo a lo progre o a lo políticamente correcto. Pero estas actitudes ignoran que el problema con Trump nunca ha sido solamente ideológico o de posicionamiento frente a los medios tradicionales. El problema fundamental es la persona, de cuyos desequilibrios se derivan sus improvisadas y cambiantes posturas ideológicas. Y no existe absolutamente ningún beneficio simbólico en la victoria de Trump que disminuya el daño real que provocará su presidencia.
Trump es, ante todo, un megalómano embarcado en una narcisista y destructiva huida hacia delante (como queda patente en esta entrevista con su biógrafo). Es alguien cuya motivación para alcanzar la presidencia es la misma que le anima a alardear de todo lo que le dejan hacer las mujeres ahora que es famoso, o de cuántos millones ha ganado con la especulación inmobiliaria.
Por supuesto, muchas de sus propuestas son tan inhumanas como descabelladas (¿deportar a once millones de personas? ¿prohibir a los individuos de religión musulmana entrar en el país? ¿matar a las mujeres y los hijos de los yihadistas? ¿erigir una empalizada en una frontera de tres mil kilómetros de longitud… y obligar al país que se queda al otro lado a pagarla?) pero, dada su pública y notoria inconsistencia, resultan igual de preocupantes la personalidad caótica y su falta no ya de principios ideológicos sino de escrúpulos morales. [Seguir leyendo.]