Publicado en El Mundo el 8 de julio de 2022: https://www.elmundo.es/opinion/columnistas/2022/07/07/62c73076fc6c8341218b4599.html
Boris Johnson es, sin duda alguna, uno de los políticos más importantes del Reino Unido en lo que llevamos de siglo XXI. El esperpéntico final de su breve etapa como primer ministro, cuyo reciente rosario de escándalos parece evocar los famosos versos de Eliot («así termina el mundo, no con un estallido sino con un sollozo»), no debería hacernos perder de vista su extraordinaria relevancia e influencia. Como alcalde de Londres (2008-2016) desempeñó un papel importante en la salida definitiva del Partido Conservador de la travesía por el desierto en la que llevaba inmerso desde la primera victoria electoral de Tony Blair. Después fue una figura clave en todas las fases del proceso más importante de la historia reciente del Reino Unido: su salida de la Unión Europea. Primero fue la figura de mayor peso de entre los conservadores en apoyar dicha salida, y una figura clave en la campaña del referéndum de 2016; luego desempeñó un papel desestabilizador en el Gobierno de Theresa May que negoció con Bruselas los términos del Brexit; y finalmente logró ratificar el acuerdo de salida tras convertirse en primer ministro.
Johnson ha sido, además, el primer ministro de los años de la pandemia -el que gestionó tanto los peores momentos de la crisis sanitaria como el proceso de vacunación y la reactivación de la economía- y también uno de los líderes occidentales que con mayor firmeza han apoyado la causa ucraniana tras la invasión rusa. Por el camino, logró una mayoría absoluta en las elecciones generales de 2019 que parecía anunciar un cambio fundamental en la política británica (sobre todo, por la cantidad de feudos históricos del Partido Laborista que se pasaron a los conservadores). Una victoria, además, que hundió definitivamente el proyecto de Jeremy Corbyn dentro del principal partido de la oposición, y que llevó a este a abrazar el perfil claramente distinto que encarna Keir Starmer. Queda claro, en fin, la gran disonancia cognitiva de un político ya de por sí dado a las contradicciones: su evidente frivolidad casa mal con su igualmente clara estatura histórica.
Es interesante que se haya comparado frecuentemente a Johnson con Donald Trump, sobre todo al considerarlos como representantes de las corrientes populistas (de derechas, en su caso) que arraigaron en las democracias liberales en la segunda mitad de la década pasada. Sin embargo, las comparaciones entre el expresidente norteamericano y el ya ex primer ministro británico siempre fueron muy forzadas. Trump era y es un narcisista desquiciado; Johnson ha sido fundamentalmente un oportunista. Además, las diferencias entre la formación de ambos y su respectivo bagaje cultural no puede ser más clara. Y los escándalos de Johnson se han mantenido dentro de los parámetros de la altísima exigencia de la política británica; Trump, por su parte, reescribió las reglas de lo que podía ser considerado como aceptable en política -al menos, para sus decenas de millones de seguidores-. Si hablamos de su relación con sus respectivos partidos, Johnson era un verso suelto en el Partido Conservador; Trump creó un movimiento profundamente personalista cuyo eje eran los mítines multitudinarios, que alcanzaban momentos de fervor casi mesiánico.
Es cierto que Johnson ha coqueteado claramente con retórica y gestos populistas. Esta misma semana ha intentado justificar su permanencia en el poder apelando al notable apoyo electoral que habría obtenido en 2019 -cuando Reino Unido es un sistema parlamentario, no presidencialista, por lo que el «mandato» lo recibieron el partido y los diputados conservadores-. Pero precisamente nada ilustra mejor las diferencias entre ambos dirigentes y su efecto sobre sus países que sus respectivas salidas del poder. El mero contraste entre el muy institucional discurso de renuncia de Johnson y el asalto al Capitolio de numerosos seguidores de Trump el 6 de enero de 2021 lo dice prácticamente todo. Además, el norteamericano ha seguido siendo una figura muy importante dentro del Partido Republicano, condicionando su discurso y promocionando a candidatos afines en multitud de elecciones locales, regionales y parlamentarias; su apoyo, por otra parte, suele depender de si el candidato en cuestión apoya la teoría de que el resultado electoral en las generales de 2020 estuvo amañado. Es prácticamente inimaginable que la acción política de Johnson a partir de ahora pueda seguir un camino parecido. Se mire como se mire, los males que asolan a la democracia estadounidense son mucho más graves que los de la británica.
Es legítimo preguntar qué habría sido del Gobierno de Boris Johnson si no hubiera tenido que gestionar primero una pandemia y después el actual aumento del coste de vida, con el consecuente empobrecimiento generalizado. Porque pocos aspectos desgastaron tanto la popularidad del líder tory como las revelaciones sobre las fiestas ilegales en su residencia de Downing Street durante la pandemia -así como la multitud de versiones distintas ofrecidas por el propio Johnson para intentar mitigar el escándalo-. En este sentido, se le puede ver como la última víctima política de la crisis del Covid-19, o quizá como la primera de la presente crisis inflacionaria. Pero ya dijo Mike Tyson aquello de que todo el mundo tiene un plan hasta que recibe el primer puñetazo en la boca. También George W. Bush pensaba que el eje de su primera legislatura sería su proyecto de reforma educativa, y entonces llegó el 11-S. Además, la personalidad de Johnson, su fundamental falta de seriedad, ha contribuido a su catastrófico manejo de los escándalos que han ido asolando a su Gobierno. Ha sido víctima de las circunstancias, pero también de sus propios defectos.
¿Y ahora qué? Ahora habrá que ver si el Partido Conservador consigue añadir un capítulo más a su probada trayectoria como una de las maquinarias más eficaces en toda Europa occidental para alcanzar y retener el poder. No deja de llamar la atención que David Cameron, Theresa May y Boris Johnson han ido y venido, pero los tories han logrado permanecer en el poder. Y el partido tiene banquillo: entre los candidatos a suceder a Johnson hay figuras de peso (como los exministros Rishi Sunak y Sajid Javid, cuyas dimisiones desencadenaron la crisis definitiva del Gobierno Johnson) que serían creíbles como líderes del partido y del país.
Sin embargo, acertaba el Economist ayer al señalar que los conservadores tienen importantes tensiones internas y que la salida de Boris Johnson -quien siempre intentaba contentar a todos: tan pronto apostaba por bajar impuestos como por aumentar el gasto público; tan pronto abogaba por el proteccionismo como por el libre comercio- obligará a encontrar nuevos equilibrios entre sus distintas facciones.
Es el paradójico resultado de los éxitos del partido en los últimos años: ha atraído a votantes muy distintos, y a través de ellos a cargos con sensibilidades muy diferentes. Quizá el imperativo de aferrarse al poder permita al sucesor de Johnson imponer algo de orden en las siempre inquietas filas conservadoras; o quizá el partido se esté encaminando a una implosión y una próxima derrota electoral. Al fin y al cabo, hasta los tories pierden elecciones de vez en cuando. La situación realmente complicada, sin embargo, es la del propio Reino Unido. El país tiene actualmente la tasa de inflación más elevada y la proyección de crecimiento más baja del G7. El sistema sanitario se encuentra cerca del colapso y la conflictividad social va en aumento, como ya han dejado claro varias huelgas en lo que llevamos de verano. Además, y paradójicamente, Johnson no logró resolver el entuerto del Brexit, como muestra la reciente polémica a propósito de Irlanda del Norte. El país afronta graves desafíos, y a partir de hoy deberá hacerlo sin uno de los mayores protagonistas de su vida política en las últimas décadas.