[Publicado en El Mundo el 26 de marzo de 2020]

En estas semanas han cundido entre nosotros testimonios de compromiso cívico, ejemplos de miseria humana, ráfagas de genialidad, escenas angustiosas, chispazos de ternura, una amplia voluntad de resistir y -sobre todo- una devastadora tristeza por quienes marchan a ese ignoto país, de cuyos confines / ningún viajero regresa. En ámbitos menos graves también ha surgido un argumento curioso. Vendría a decir que la crítica a posteriori sobre algo tan complejo como una pandemia mundial es un acto de frivolidad. Es muy fácil -se sostiene- criticar ahora la inacción y las llamadas a la calma que se hicieron desde el Gobierno y desde numerosos medios en febrero y principios de marzo. Quienes defienden esto suelen desplegar expresiones como a toro pasado y cuñadez, e incluso han recurrido en las redes a un episodio de la brillante serie South Park. En él, un superhéroe llamado Capitán A Posteriori explica lo que debería haberse hecho para evitar el fuego que está asolando un edificio lleno de personas; luego se marcha sin aportar nada más. Así, cualquier reproche por irresponsabilidad, imprevisión o inoperancia, pese a los crecientes indicios de que estas se han producido y con consecuencias muy graves, es respondido con un espectáculo de luz y sonrisas: aquí viene otro capitán a posteriori, jiji.

Hay una respuesta fácil a todo esto: parecería que los verdaderos capitanes aquí son quienes acuden raudos al rescate del Gobierno, o quizá solo de sus propias reputaciones. Al fin y al cabo, quienes defienden esta línea argumental -como el portavoz de uno de los dos partidos que nos gobiernan- reprochan luego al PP que gestionara la crisis de deuda pública de 2012 sin tener en cuenta la crisis del coronavirus de 2020. Como juicio a posteriori no está nada mal. Pero presupongamos buena fe por parte de todos y planteemos la pregunta evidente: ¿qué tipo de relación entre la sociedad y el poder están reivindicando quienes se ríen de los capitanes a posteriori? Todo nuestro sistema se basa en: 1) la delegación de poderes en el gobierno de turno, tanto para que lleve a cabo su programa como para que gestione cualquier crisis inesperada, por muy compleja que sea; y 2) la posterior fiscalización de cómo se ha ejercido ese poder, a través del debate público y de las elecciones. En resumen: los juicios a posteriori pertenecen a la estructura misma de la democracia. Y esta es una de las pocas cosas a las que en este tiempo no debemos renunciar.