La salida de Reino Unido de la Unión Europea, que se hará efectiva esta medianoche, supone la confluencia de muchos finales. Se acaba una larga etapa en la relación política, económica e institucional de aquel país con sus vecinos. Se acaba, también, el convulso proceso político que sucedió al referéndum de junio de 2016. Y se acaban -o, al menos, viven un punto de inflexión- dos debates que han ido en paralelo durante estos años: el de los británicos sobre qué hacer con el Brexit, y el del resto de europeos sobre cómo interpretar el Brexit. Conviene hacer balance de esto último también. Del mismo modo que hemos leído durante décadas el Adiós a todo eso de Robert Graves sintiendo que, aunque esa obra relata una experiencia que nuestro país no vivió, explica algo -algo terrible- acerca del mundo moderno, también nos hemos asomado insistentemente al Brexit con la intuición de que no era algo ajeno a nosotros. Que contenía lecciones decisivas acerca del tiempo y el rincón del planeta que nos ha tocado habitar.

En este sentido, y paradójicamente, los últimos años han mostrado tanto la debilidad del proyecto europeo como su resiliencia. Por un lado, hemos visto que la construcción europea no es irreversible, y que tampoco se necesita una abrumadora fuerza social o institucional para sacar de ella a uno de sus grandes actores. Los partidarios del Brexit han desplegado una tenacidad y constancia (y una capacidad para la demagogia y la manipulación) impresionantes, pero también se han beneficiado de los errores y la desorganización de sus adversarios. El proceso que nos ha llevado hasta hoy está marcado por decisiones y circunstancias que difícilmente parecen inevitables. ¿Y si Cameron no hubiera incluido la convocatoria de un referéndum sobre la UE en su programa electoral? ¿Y si Boris Johnson no hubiera decidido apoyar la campaña para la salida? ¿Y si Dominic Cummings no hubiese dirigido aquella campaña? ¿Y si todo esto no hubiera coincidido con la etapa del titubeante e impopular Jeremy Corbyn al frente del principal partido de la oposición? ¿Y si los laboristas y los liberal-demócratas se hubiesen coordinado mejor en las últimas elecciones? Los y si se extienden hasta lo inverosímil; pero nada garantiza que una cadena similar de casualidades, torpezas y errores de cálculo no se pueda producir en otro país.

Al mismo tiempo, las dificultades que han debido superar los adalides del Brexit dan fe de la fuerza del europeísmo incluso en lugares y circunstancias hostiles. No es solo que se haya demostrado que sacar a un país de la UE es un proceso largo y complejísimo, algo radicalmente distinto del inocuo arrancar la tirita que vendía la propaganda rupturista en 2016. Ni que los gobiernos de la UE hayan mantenido una admirable unidad en la negociación con los británicos. Es que, además, hemos sido testigos de una impresionante movilización de muchos sectores de la sociedad británica para tratar de revertir el proceso, reivindicar un segundo referéndum o exigir que la salida se planteara de forma responsable -y legal-. Así, ha quedado en entredicho uno de los grandes lugares comunes acerca del proyecto europeo: que se trata de un proceso dirigido por unas élites lejanas, basado en la indiferencia y pasividad de la ciudadanía, y sin verdadero arraigo emocional entre la gente corriente. Al contrario: durante estos últimos años hemos visto que millones de personas se han sentido interpeladas emocionalmente por este asunto. Y no ha sido solo en el lado euroescéptico, ni solo en Reino Unido. La fijación de la opinión pública española con la posibilidad de un segundo referéndum -que siempre fue remota y poco viable- recuerda más a la teoría sobre las fases del duelo que a un debate frío sobre cuestiones internacionales. La tristeza y frustración que muchos hemos sentido en las distintas fechas clave de este proceso es, evidentemente, la constatación de una derrota; pero también da motivos para un cauto optimismo europeísta. La construcción europea, y los principios que la sostienen, importan a mucha más gente de lo que piensan los euroescépticos.

El proceso del Brexit también ha resaltado dos cuestiones que nos resultan cercanas: el lugar del nacionalismo en las sociedades europeas del siglo XXI y las consecuencias de la retórica populista. En España hemos proyectado estas cuestiones sobre la crisis catalana, a veces de forma algo desenfocada: en el Brexit, la alianza fundamental ha sido la de los euroescépticos con amplios sectores del partido conservador, mientras que aquí la relación clave es la de los nacionalismos periféricos con amplios sectores de la izquierda. La posibilidad de que el euroescepticismo de Vox se extienda al Partido Popular es, de momento, enormemente improbable, aunque solo sea por la muy distinta tradición de actitudes hacia Europa de los populares españoles y los tories británicos. Pero tanto, la crisis catalana como el Brexit confirman que el nacionalismo sigue teniendo un enorme potencial movilizador, sobre todo cuando se alía con una parte de las élites y con la retórica del radicalismo democrático. Y confirman también que esta alianza puede someter a las instituciones de la democracia liberal a una gran tensión. Una vez más podemos ver el vaso medio lleno o medio vacío: es evidente que dichas instituciones han aguantado el envite, como es evidente que la prueba de estrés ha resultado sumamente corrosiva. Aún es demasiado pronto para saber si un choque así sirve para reforzar la arquitectura de una democracia liberal de nuestro tiempo, o si supone el comienzo de su declive. Las primeras señales -más aquí que allí- son preocupantes.

Finalmente, el Brexit ha afianzado entre nosotros una interpretación algo mecánica y economicista de cómo funcionan las sociedades contemporáneas. A lo largo de los últimos años se ha popularizado la explicación de que el resultado del referéndum de 2016 se debió, sobre todo, al uso de algoritmos especialmente sofisticados por parte de la campaña euroescéptica y al malestar económico de los presuntos perdedores de la globalización. Se han dedicado muchos esfuerzos a analizar los mecanismos de las noticias falsas y la situación de la clase obrera en el siglo XXI. Sin embargo, esta lectura ofrece varios problemas, y no solo porque en su versión más banal se acerca sospechosamente a un paternalismo simplón y elitista: al final, los culpables de todo serían unos proletarios ignorantes manipulados a través de Facebook.

El problema mayor es que la explicación parece incompleta: es evidente que en el caso del Brexit ha habido cuestiones estrictamente culturales que han desempeñado un papel crucial. [Seguir leyendo en El Mundo.]