El nacionalismo catalán no es una hipótesis. Tampoco es un fenómeno novísimo cuyo desarrollo resulte imposible de predecir. Al contrario: tanto en sus manifestaciones anteriores a la Transición como en su vida posterior, se trata de un movimiento muy viejo y sobre el que tenemos mucho material. En teoría, la ventaja de encontrarnos en 2019 es precisamente que podemos recurrir a la experiencia de las últimas décadas para comprender su comportamiento. Y también para medir las distintas estrategias que se han seguido para reconciliarlo con los principios de un moderno Estado de derecho. En lo que toca al nacionalismo posterior a 1978, en fin, nos podemos permitir el lujo de ser empíricos: aprender de la historia del pujolismo y el Programa 2000, de los tripartitos, de la saga del Estatuto, del procés y de los acontecimientos de 2017. O, lo que es lo mismo: podemos aprender de aquellas ocasiones en las que se ha creído que aceptar el marco nacionalista desactivaría su impulso de ruptura; o de aquellas en las que se han canjeado investiduras y presupuestos por cesiones competenciales; o de aquellas en las que se ha intentado reconfigurar el Estado autonómico por la puerta de atrás y sin contar con el centroderecha nacional. Aquellas en las que se ha vendido que lo del nacionalismo son solo palabras sin consecuencia práctica, o que lo inteligente era dar oxígeno a unos nacionalistas como dique de contención frente a otros. Por no hablar de todas las veces que se ha sostenido que el nacionalismo nunca rompería la baraja.
Pues bien: el PSOE ha decidido que no. [Seguir leyendo en El Mundo.]